Elena salió al jardín y se prometió una mañana de descanso. Al cabo de un rato, aunque el sol permanecía inmóvil en el cielo, sus pupilas se movían como si buscaran el origen de la luz sin encontrarlo.
Cuando el hombre salió de la casa, se levantó y fue hacia él. No quería perder el tiempo. Había renunciado a tener una familia, se había habituado a suplir el rostro abnegado y contraído, el cuerpo conocido de un compañero fiel, por el anhelo, la piel dura y los músculos de otros hombres. Cerraba los ojos, y creía que todos eran el mismo hombre. Volvía una y otra vez en busca del placer cuando lo necesitaba. Adoraba aquellos movimientos mecánicos, constantes, que le permitían moverse a su antojo en cualquier posición. Podía gritar, contraerse, temblar y vibrar sin que a ellos se les escaparan las fuerzas más que cuando ella se lo pidiese. Podía tirarles de los cabellos, golpearlos o intentar estrangularlos, sin más temor que un grito o un empujón, un tortazo o unas risas con el sabor de la sangre en los labios.
Era en ese momento, el del éxtasis, cuando su otro ser se apoderaba de ella. Un instante después de que la placentera corriente nerviosa latiera entre sus piernas, un latigazo entre las sienes la enviaba a otra dimensión. La sensación duraba un instante, de modo que su compañero apenas podía percibirlo, pero ese parpadeo era como entrar en un agujero negro, la negación de todo su ser, mientras el otro intentaba apartar de sí el cuerpo que le impedía apoderarse de su mente.
En aquella ocasión, sintió como sus caderas se hundían, aplastadas por una fuerza desconocida, como si le hubiera caído encima una montaña. Sin entender por qué no sentía nada, alzó la cabeza y se vio a sí misma con las piernas separadas. Horrorizada, descubrió que algo le había aplastado el pubis hasta convertirlo en una masa deforme y sanguinolenta.
Se mordió la lengua hasta partirla cuando el dolor explotó como una granada en su mente. Esta vez, su otro ser la estaba torturando en demasía. Quería ver un cielo azul donde había negritud, pero el otro se nutría de su sufrimiento y la hundía cada vez más en una profundidad oceánica, sin más esperanza que la de encontrarse en el origen del universo, cuando la conciencia emerge durante un instante y se desvanece, antes de volver a manifestarse miles de millones de años más tarde en el filo de un cuchillo, dispuesta a hendir el alma de cuantos se pusieran a su alcance.
No podía más, se iba a desmayar. La espada invisible que estaba esperando apareció de la nada y se desprendió sobre su garganta.
Empezó a contar con la boca llena de sangre. Le quedaban instantes de vida, luego se desvanecería o penetraría en la luz. Uno, dos, tres… El ser aplastó su cabeza como si una prensa gigante la hubiera reducido a la nada. Estaba liberada.
Se entregó a la muerte cuando creyó que de su cuerpo no quedaban más que la vaina de sus anhelos, el polvo de sus huesos, la suciedad de su sangre, el aliento de su alma, el miedo, unas gotas de angustia y unos dedos abiertos a través de los cuales se escurrían los hilos amarillos de una arena que envolvía su cuerpo como una sábana blanca, adoptando generosos pliegues alrededor de sus brazos y envolviendo sus pies.
El ser se alejaba triunfante sobre su cadáver, ignorante de que no podía vencer, de que su única arma era la locura y de que esta solo tenía validez en las horas de vigilia.
Volvió a la vida sobre la toalla blanca, frente a la piscina de su casa, y lo primero que vio fueron los aleteos azules del agua que se transformaban un poco más allá en la superficie dorada de las vértebras de un animal gigantesco enterrado en las arenas del desierto.