Sobrecogido hasta el tuétano, Julián dudaba de si debía meter la llave en la cerradura. Regresaba a casa de sus padres después de muchos años sin aparecer por ahí. Fue en ese adocenado y siempre envejecido entorno en donde nació y vivió su infancia y juventud… justo hasta que alcanzó la edad suficiente como para huir de aquel pueblo pequeño, arisco, incómodo, casi vacío. Una empobrecida y aislada población de la estepa castellana que pudo tener tiempos mejores en el pasado pero que Julián siempre la vivió como el agujero del que había que salir.
Tan solo había regresado una vez a causa de la muerte de su padre, un hombre recto y adusto que, aunque inculto y basto, tenía un sentido de la justicia que le hizo venerable y respetado por todo el pueblo. Pero eso fue hace muchos años y a Julián los recuerdos le hacían revivir una época de constreñimiento vital y un momento en el que sus expectativas se limitaban a crecer y a adaptarse al poco halagüeño futuro de aquel miserable pueblo.
Habían transcurrido quince años desde su único y fugaz reencuentro con la casa de su niñez y ahora, al fallecer su madre, y siendo hijo único, se había sentido en la obligación de volver para poner en orden las escasas pertenencias de la mujer y decidir qué hacer con una vivienda que le interesaba más bien poco.
Para su sorpresa, todo aparentaba haber sido recientemente limpiado. El interior estaba cuidado con esmero y se mostraba agradable a la vista, aunque con una estética pueblerina y anticuada, muy propia de mujeres mayores y tradicionales como era su madre. Además, estaba todo impregnado de un molesto olor a rancio, a viejo, a otra época.
Pensó en los últimos años de su madre y en cuán sola debió de haberse sentido. Julián la llamaba por teléfono muy de vez en cuando, más por saber si seguía viva que por interés real en la vida que pudiera llevar. Nunca se sintió culpable por ello. Para él, salir de aquel agujero llamado pueblo había sido una necesidad, casi una imposición de su crecimiento físico y emocional. Nunca se arrepintió de su decisión, favorecida por el escaso rechazo que pusieron sus progenitores, en especial su padre, a que buscara su futuro en otro lugar más ventajoso. Nunca lamentó haber cortado lazos de manera tan drástica con el entorno que le vio nacer.
Sin embargo, ahora, al entrar en la casa de su difunta madre, una sensación extraña le sobrecogió, algo que no podía identificar con la melancolía ni con la pena, pero que le estaba trastornando mucho.
Recorrió los cuartos de la vivienda con quietud, observando con detenimiento los objetos que la decoraban. Observó las pañoletas de ganchillo que reposaban sobre los brazos y cabeceros de los desgastados sillones de pana verde oscuro que centraban el comedor. Mantelillos con los que la madre empapeló cada rincón de la casa para proteger los muebles de los pies de las lámparas, de los marcos de fotos y de las figuritas de porcelana vieja y de gusto dudoso que poblaban cada estantería.
Casi le daba miedo a Julián encender las luces, pero prefirió hacerlo en lugar de levantar las persianas. Habría abierto las ventanas para que la intensa luz del día y el aire recalentado hubieran renovado el ambiente revenido del interior, pero le daba la sensación de que aquello era una especie de sacrilegio, de alteración de un orden y de un entorno que no le pertenecía y al que no tenía derecho.
Lo sentía todo lejano, ajeno y, sin embargo, algo de aquello le impregnaba la piel, le zumbaba en los oídos y le brillaba en la mirada como una molesta baba, un incómodo reflejo o un desquiciante chirrido. No era nada físico, nada real, sino una pegajosa y desagradable sensación de inquietud por estar profanando aquel espacio al que hacía tantos años había renunciado sin explicaciones ni vuelta atrás. Un abandono sin rencor, sí, pero sin arrepentimiento ninguno.
Miró las viejas fotos sin que ninguna le emocionara. Imágenes de otros tiempos que consideraba extrañas y en las que ni siquiera se reconocía a sí mismo. En una de ellas estaba él, adolescente, con la mirada huraña aunque fingiendo sentir una alegría que nunca sintió. A su alrededor, en la imagen se veía la plaza del pueblo, casi entera de tan pequeña que era, casi vacía de gente y en la que se podía distinguir, al fondo, a algunos de los que fueron sus amigos y algunas de las chicas con las que tonteaban creyéndose adultos. Pero ni eso le hizo sentir ningún apego. Miraba la foto como si él y quienes la poblaban fueran gente extraña, de otro tiempo, de otro mundo. La posó de nuevo sobre el tapete sin ninguna emoción, sin ninguna reflexión, casi como si nunca la hubiera mirado.
Al lado estaba un viejo televisor de tubo ante el que su madre debió de pasar una parte importante de su vida. Con la pañoleta de ganchillo y una figurita hortera encima, por supuesto. En la mesita de al lado, también sobre un paño de encaje y en la misma posición de siempre, estaba el viejo teléfono de baquelita negra y cable rizado que observó, esta vez sí, con una leve sonrisa, sorprendido de que algo tan antiguo pudiera seguir funcionando.
Puede que fuera el actual apego (o adicción) a los teléfonos móviles lo que acentuara su interés por ese objeto casi de museo. Pensó que quizás podría rescatarlo para que sirviera de adorno en su casa de la capital. Quizás fuera ese el único objeto que le interesaba de esa casa ajena. Levantó el auricular, curioso por saber si aún tenía línea, y al colocarlo en su oreja oyó una voz femenina.
—¿Julián? ¿Estás ahí?—, dijo la voz. Sonaba joven, amistosa, conocida. Pero la comunicación se cortó en ese punto.
Meditó sobre quién podría ser la dueña de la voz que le había llamado por su nombre. Esperó largo rato, petrificado y ansioso, a que se repitiera la llamada mientras en su mente rebuscaba el timbre de voz o cuál sería la razón por la que alguien le habría llamado a ese teléfono, habiendo aterrizado en el pueblo casi de incógnito.
No obstante y pese a lo extraño del suceso, su mente analítica decidió que debió de ser una de esas casualidades casi imposibles que suceden de mucho en mucho. “A quién no le ha ocurrido que vas a marcar un número, coges el auricular y, sin ni siquiera dar un timbrazo, la voz de la persona a la que llamas te pregunta si eres tú”, reflexionó. “Esa casualidad cósmica que hace que dos personas se llamen en el mismo instante es fascinante”, y sonrió, feliz de que le hubiera sucedido tal coincidencia.
Pero eso no le libraba de la inquietud por descubrir la identidad de la voz. Si le llamó por su nombre, debían de conocerse y él hacía mucho que se desentendió de los habitantes de su pueblo.
Volvió a coger la foto donde se veía la plaza tras su imagen adolescente y observó con atención a los amigos y amigas que se malveían atrás tonteando y, aunque no lo recordaba bien, seguro que mofándose del mal trago que Julián debió de pasar posando para su familia delante de ellos.
“¿Cómo se llamaba…?”, meditó, fijándose en la muy borrosa figura de una amiga que se veía entre la pandilla. Larguirucha y más adulta que los chicos, la recordaba porque en aquella época todos los chavales se sentían un poco intimidados por ella, por su determinación a la hora de relacionarse y porque era la única, suponían, que había mantenido relaciones sexuales.
Irene. Ese era su nombre. Y, al recordarlo, lo asoció de inmediato a la voz del teléfono. Seguramente, reflexionó, le había visto llegar en el coche y, de alguna forma, le había reconocido, a sabiendas de que su madre había fallecido y de que su hijo podría volver.
Con la curiosidad ya despierta, decidió acercarse a la tienda-bar del pueblo, allí donde todos acababan reuniéndose y en donde tendrían información de toda la población.
Salió de casa de la madre y dirigió sus pasos hacia el lugar, buscando con la mirada y cierto regodeo, los detalles que pudiera reconocer. No había cambiado mucho el pueblo en tantos años, aunque ciertas características indicaban que había dejado de ser un lugar aislado y las comodidades de la sociedad moderna de las ciudades ya se habían asentado allí. Modernos contenedores para reciclar basuras, asfaltado decente en las pocas calles del pueblo, iluminación alimentada por placas solares, viviendas reformadas (aunque con un estilo poco armonioso con el pueblo)… Modernidades que no evitaban que Julián siguiera sintiéndose en el último agujero del mundo.
Al entrar en la tienda, como esperaba, todas las miradas de los que allí se encontraban se dirigieron a él, creando además un silencio molesto que solo Julián podía romper dirigiéndose al tendero. Se presentó como el hijo de la Juani, que así conocían a su madre, y eso rompió la tensión. La mayor parte de los que allí estaban eran lo suficientemente jóvenes como para no saber nada de él. Solo un parroquiano de bastante edad se dirigió a él recordándolo de niño y dándole el pésame por la defunción de su madre.
Tras las consabidas respuestas de compromiso a preguntas cotillas, Julián trató de simular un repentino interés y preguntó al viejo por sus antiguos amigos. La mayoría había emigrado a la ciudad, como hizo él mismo, aunque años más tarde. Otros siguieron el oficio de sus padres en la agricultura o la ganadería miserables que allí se daban.
—¿Y de Irene, se acuerda usted? ¿Se casó? ¿Sigue por aquí?
—Irene—, contesto el anciano bajando la voz, —Irene murió hace cinco años. Encontraron su cadáver mutilado, con las manos y la lengua cortadas. Aún no han cogido al loco salvaje que la mató.
Se hizo el silencio. Julián se puso lívido. Lo que creía falta de empatía con su pueblo, con aquel inmundo lugar donde nació, desapareció de golpe de su corazón.
En su cabeza sonó un teléfono.