Hablando, hablando, diciendo una palabra tras otra, e intentando explicarlas más de la cuenta, con nuevas frases, se fue quedando sin palabras, una a una se le fueron gastando todas. Al final, se quedó sin nadie con quien poder hablar en el barrio, ya que no entendían las palabras que él balbucía, tartamudeando. Fue entonces cuando optó por el silencio: ahora ya estaría solo, se dijo, sin más palabras y sin nadie alrededor.
Pero fue justo entonces cuando empezaron a preguntar por él y a sospechar de su silencio. Lo persiguieron. Lo encontraron. Por fin, lo silenciaron para siempre.
Si ya no hablaba con nadie, si ya no decía una palabra tras otra, ¿por qué lo mataron ahora, precisamente cuando dejó de hablar?, se preguntaban algunos.
Alguien respondió que el caso estaba muy claro: sus silencios eran más peligrosos que sus palabras, pues ahora hablaba a escondidas, cuando nadie lo oía ni podía tener conocimiento y control de sus palabras. Ahora, cuando callaba, era más peligroso con sus silencios que con las palabras de antes.
Pero hay otros que afirman que el problema en realidad era otro: nadie se hubiera preocupado de sus palabras si, en lugar de decirlas o callarlas, hubiera aceptado pronunciar las palabras de los otros. Las palabras cuyo uso ya estaba establecido en el barrio desde tiempos inmemoriales, y que era del todo punto absurdo venir ahora con palabras nuevas.