El show debe continuar

La termita y la palabra

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Tenía nueve años y la Orquesta Carruan’s llegó a Aguilar del Alfambra como a Macondo, Melquíades: el gitano de manos de gorrión y barba montaraz.

Con la Orquesta Carruan’s desembarcó el imán de los focos multicolor y la niebla acompañante, el magnetismo de siete músicos uniformados de blanco y dos vocalistas (un hombre y una mujer) vestidos de negro.

Por alguna razón que hoy no alcanzo a comprender, le caí en gracia al teclista, me dedicó una ranchera y la cantante, cómplice de mi baba, me mandó un beso.

Desde entonces —no puedo evitarlo— me encantan las Orquestas populares: esos seres alados —de tan terrenales— llenos de corcheas, fusas y semifusas que vierten pasodobles en las plazas rurales mientras desgranan —en sus conservatorios— los misterios de Bach y otras ecuaciones de las musas.

Mi amiga Ariadna canta en una Orquesta; una orquesta cabal a medio camino entre el dúo poligonero, el trío nupcial y la París de Noia. Cuando no anda subida sobre un escenario, la mayor parte del año, Ariadna viste ropa plisada: es inspectora. De educación para más señas. Doctora en Historia del Arte y musicología —por la Complutense de Madrid—, nadie entiende —en Europa— a Jean-Philippe Rameau mejor que ella. No le importa atesorar ese saber; en verano —cada verano— vestida de falda corta y escote de infarto, canta —y baila— cumbias, chachachás, rancheras: monedas falsas de la música prêt-à-porter.

Como conoce mi afición a las orquestas he ido a verla ensayar, alguna vez. En el local de ensayo, una nave cutre a las afueras de la ciudad, ella y sus ocho músicos visten de calle como cualquiera. Me gusta verlos desgranar repertorios festivos, entrelazar pasodobles, pasacalles, valses mejicanos con piezas más cañeras; me gusta verlos empezar con el mambo número cinco y acabar con el The show must go on de Queen como presunto final de la verbena.

Solo hay un arcano que no entiendo: la vestimenta. Alguna vez se lo he comentado; ella, sonríe y en esa sonrisa —triste— envasa su protesta. La ropa siempre encierra, cosida a sus costuras, una cierta semántica. Cuando nos desnudamos vertemos esa semántica sobre el cuerpo y nos diluimos en ella. Que los músicos vistan traje (también el cantante masculino) y las solistas, falda corta, escote cardíaco y botas de cuero, significa algo.

Y ese algo desafina.

En la orquesta Carruan’s ningún integrante enseñaba el sujetador: ni la dama, ni los caballeros. Recordando a esa orquesta, frente al pelotón de fusilamiento de la vida, el coronel Aguilar del Alfambra palpó la nieve, saludó al pequeño de nueve años que yo era, aplaudió a Melquíades. Cerró los ojos, lloró.

Cinco horas después, con Aragón la más hermosa, un borracho gritó y acabó la fiesta.

Y este que soy ahora cerró los ojos.

Qué hermosa la memoria cuando nos amordaza la hierba.

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