Los olores y los sabores que experimentamos en la infancia quedan impregnados permanentemente en la pituitaria y en las papilas. Recordamos con bastante precisión aquellas sensaciones olfativas y gustativas.
Aún recuerdo el olor de la cocina de cuando era pequeño y aunque comía muy poco, recuerdo el sabor de un determinado fuet.
Fui un desganado desde los seis a los catorce años. Comía poquísimo, mi madre ya no sabía qué ponerme en el plato para que me lo tragara, ni siquiera las golosinas me apetecían. Estaba delgado como un fideo de cabello de ángel.
Preocupados mis padres, por fin, mi madre encontró algo que me apetecía un poco: se trataba de los pajaritos. Los guisaba de diferentes maneras. Tordos, petirrojos, jilgueros, pichoncitos… a veces fritos, otras desmenuzados en la sopa, incluso rustidos. Se los proporcionaba un comercial de aceites y jabones que era aficionado a la caza y cuando se cobraba algún pajarito se lo vendía a mi madre.
Los petirrojos eran los que menos me gustaban y recuerdo la carne demasiado dura de los jilgueros. Los que más me gustaban eran los tordos.
Comía un tordo poco a poco, si era rustido mejor. Sobre los costados tiene unos musculitos que son exquisitos. Roía los huesecillos del tordo, que al masticarlos hacían un crec-crec que entusiasmaba a mis padres. Supongo que era porque me veían comer con un poco de apetito.
Comerse un tordo es una delicia, pero creo que ahora debo quedarme con las ganas. Lo políticamente correcto te quita las ganas de comer.