El ruido y la furia, de Guillermo Faulkner

Mortificaciones literarias


Leí a Guillermo Faulkner por primera vez cuando era muy joven, y ya por entonces me pareció un tostón. Dejé una puerta abierta a la compasión: pensé que quizás había llegado a este libro demasiado corto de edad. Me lo recomendó un amigo dipsómano, que guardaba botellas de Johnnie Walker en el cajón de su despacho profesional, parte alta de Barcelona. Mi amigo, muy nacionalista, hundió tres empresas sin contar la familiar, de betes i fils. Por aquellos años yo estaba en el paro y le esperaba a la salida del trabajo. Nos íbamos de copas hasta la madrugada. Solíamos terminar en Sutton, o en un lupanar de Tusset frecuentado por concejales socialdemócratas del ala liberal. Antes de empezar, mi amigo me preguntaba:

—¿Fermentados o destilados?

Si elegía fermentados, me hablaba de Josep Pla. Si destilados, de Faulkner. Mi amigo murió atropellado por el camión de la basura en la Plaza de Lesseps, contradiciendo a los agoreros que le imaginaban víctima de la cirrosis. Su muerte a lo Geoffrey Firmin fue un buen giro de guion, como dirían los pedantes que miran series de Netflix y se sienten expertos en narrativa contemporánea.

Regresé a la prosa sureña de Faulkner gracias a mi prima Obdulia, que es más de bourbon, pero no rechaza un escocés, ya sea embotellado o en kilt. Suele decirme del bourbon: al primer trago me cae bien mi interlocutor. Al segundo, le encuentro guapísimo. El tercero ya lo tomo bajo la mesa, con el interlocutor apoyado en mis costillas. De todo ello concluyo que se necesitan los favores de un buen destilado para saborear las novelas del autor del Misisipi, ya que en estado sobrio es insufriblemente tedioso. Lo que cometió con El ruido y la furia me resulta digno de una demanda por pérdida de tiempo y de dinero, aunque confieso que me compré el libro de segunda mano por dos euros tras un breve regateo. Esa manía del monólogo interior que inventó un irlandés (¡fíese usted de un irlandés!) hace gracia la primera vez, pero luego ya basta.

Mi prima me lee fragmentos de la novelita, y me los lee en inglés, que, según ella, es la única forma correcta de leer a Guillermo Faulkner. Yo bostezo y le voy rellenando la copa, magníficamente tallada en cristal checo que le dejó su tercer marido tras un divorcio tormentoso. Después de la ruptura, el hombre regresó al estudio de Baltasar Gracián en su casa natal de Belmonte y no se ha vuelto a casar. La ventaja de ser primos es que tenemos prohibido el matrimonio, aunque no me casaría con Obdulia ni con cinco bourbons de Kentucky bailando en mi sistema circulatorio.

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Nota: En 2017, la policía requisó el cuaderno titulado “Mortificaciones literarias” en el registro efectuado en el domicilio de Sandro de Villegas (calle Zamenhof), presunto estafador de ancianas que las engañaba disfrazado de párroco de la iglesia de San Felipe Neri.

(La portada del libro es una reinterpretación de Zappico2014, of course).