El rodinio y el fin de la humanidad

Cruzando los límites


Lo encontraron en abundancia en un asteroide externo, en el lado de Júpiter, a unos doscientos mil kilómetros de Cendra, una conurbación de sesenta grandes rocas unidas por un campo magnético en el cinturón de asteroides. Buscaban un mineral extraño, el rodinio, que servía para recubrir los hilos de grafeno de los implantes cerebrales. No solo conservaba las neuronas en perfecto estado durante más de cien años, sino que aumentaba la conciencia.

Las existencias de rodinio eran tan escasas que solo lo utilizaban un par de miles de afortunados, elegidos mediante sorteo entre los doce mil millones de habitantes de la Tierra. Los elegidos tenían poder de decisión sobre la colonización del espacio, que se realizaba como un esfuerzo conjunto de la humanidad.

En aquellos tiempos, habíamos colonizado el sistema solar hasta Encélado, en cuyos mares interiores, bajo el hielo, se había construido una ciudad submarina. Era el único lugar donde se había encontrado vida inteligente, en forma de medusas, con las que llevábamos años intentando comunicarnos.

El rodinio fue llevado con urgencia al planeta madre, la Tierra, y se utilizó en los implantes de dos mil millones de personas que, de pronto, adquirieron una conciencia superior a los demás. Pero solo una persona, Jeyren, cuyo nombre en kirguís significa gacela, adquirió pleno conocimiento de la realidad. El sorteo no excluía a nadie, por apartado que viviera, así que no hubo sorpresas cuando le tocó a aquella muchacha de veinte años que vivía en una familia de agricultores dunganos, aunque ellos preferían llamarse huis. Su bisabuelo había estado en la cárcel a raíz de las revueltas kirguises de hacía treinta años, y su abuelo murió en un enfrentamiento con los kazajos diez años después. Pertenecían a una familia musulmana, sus cinco hermanas ya se habían casado o comprometido, pero ella estaba destinada a cuidar de su madre, mientras el padre se ocupaba del ganado en las montañas o participaba en una de las innumerables guerras étnicas regionales.

La llevaron a la capital, Biskek, donde le colocaron el implante de forma chapucera, aunque eso fue lo que la hizo excepcional, por alguna razón desconocida. El caso es que pronto descubrió que podía hacer que la arena se levantara del suelo, luego las herramientas y, cuando se atrevió, probó con su madre inválida, con mucho cuidado para que nadie la descubriera. Pero la madre habló y no tardaron en venir a buscarla para llevarla a un lugar donde instruirla.

Sus capacidades intelectuales eran tan elevadas que en pocos meses pasó de apenas saber leer y escribir a ingresar en la mejor universidad de China, Tsinghua, donde empezó a entender la estructura de la materia y descubrió que lo que ella veía eran literalmente moléculas y átomos. Donde otras personas solo veían una flor, ella veía la arquitectura de los pétalos y los compuestos aromáticos que se desprendían atrayendo a los insectos, de los que podía ver el mecanismo de su funcionamiento.

Durante meses, se abstuvo de manipular la materia, solo quiso conocerla a fondo. Poco a poco descubrió que todo lo existente estaba unido a campos eléctricos y magnéticos, que había fuerzas subyacentes que unían moléculas y átomos, y otras que formaban el tejido del espacio-tiempo.

Pronto averiguó los puntos débiles de las leyes fundamentales que regían el universo y que determinaban los choques de galaxias, la deriva de las estrellas y la naturaleza de la materia y energía oscuras, que subyacían por todas partes, incluso en nuestro planeta. Veía las llaves que servían para crear y destruir materia, pero también el campo que formaba la mente humana, lleno de destellos eléctricos tan sutiles como la respiración del organismo vivo más pequeño. Cuando la llamaron a California y se fue, a pesar de las reticencias de los chinos, empezó a sentir la respiración de las partículas subatómicas, la lucha de los electrones por mantener a raya a los positrones, sus contrarios. Entendió por qué la materia dominaba el universo y la antimateria se ocultaba en nubes oscuras, invisibles, y cómo la inteligencia y los seres humanos éramos fractales de un mundo mucho más pequeño, en el que reproducíamos a una escala mayor y más compleja las luchas por el poder en el universo cuántico. Entendió las guerras entre galaxias y sintió su respiración, comprendió la mente de la Vía Láctea y de Andrómeda, y la razón de las derivas temporales y gravitatorias.

Había muchos errores en nuestra concepción del universo. La vida no era lo único capaz de ser inteligente. Tardó otro año en empezar a comprender su lenguaje y su mensaje: el universo estaba roto y enfermo, era como la sangre derramada de un cuerpo mayor que no alcanzábamos a ver. Quería desaparecer y hacía ingentes esfuerzos para volver a una oscuridad en la que no pasara el tiempo, donde la unidad fuera absoluta y se completara el cierre de la herida que lo había hecho nacer. Para acelerar el proceso, había creado a los humanos, con una inteligencia que reducía los tiempos de espera del pensamiento de forma vertiginosa.

Jeyren era la afortunada anomalía que podía y debía abrir un agujero en el tejido del espacio-tiempo por el que se vaciara todo lo existente, y la única manera era detenerlo. Si conseguía hacerlo en un solo lugar, el universo entero descubriría cómo hacerlo y desaparecería, absorbido por su normalidad.

Consagró noches enteras a conseguir alcanzar la temperatura del cero absoluto en el laboratorio. Una milésima de grado mantendría el universo en movimiento. Tuvo la certeza de que podía hacerlo cuando comprendió que en su supervivencia no habría pensamientos, que permanecería dormida o en estado latente hasta que otro error provocara un nueva emergencia de la materia, y la misma cadena de errores llevara de nuevo a la inteligencia y a la curación del universo.

Dio la orden a la máquina y esta colapsó. Al alcanzar el cero absoluto, todos los componentes de la materia se detuvieron y empezaron a desaparecer. Jeyren solo permaneció un segundo presa del tejido espaciotemporal. Todo a su alrededor se convirtió en negritud y, en pocos segundos, el vacío se extendió por el sistema solar, la galaxia y todo el universo, como si se hubiera producido un apagón, pero sin que nada se ocultara en la oscuridad, ni el más leve de los susurros.

Tuvo el tiempo justo de sentirlo, como si se convirtiera en una momia en un ataúd, ¿durante cuántos millones de años? No importaba, el tiempo y el espacio habían dejado de existir, y de la misma forma cualquier tipo de pensamiento.