El rinoceronte que había bebido Macallan

Cruzando los límites

 

Encontré a Belly en la Sala de los Espejos, en el baile de disfraces del Liceo. Yo llevaba una máscara de tigre de Bengala, ella llevaba un traje ajustado de arlequín, que resaltaba sus delgadas formas, y una máscara de colores que le cubría los ojos. Se la quitó dos o tres veces, tal vez porque, con el sudor, le molestaban las pequeñísimas cicatrices de su última operación. Hacía demasiado calor, había demasiada gente, la única forma de sobrevivir era beber una copa detrás de otra. Los espejos que cubrían las paredes multiplicaban la presencia de figurantes, como si el mundo se hubiera convertido en una repetición de sí mismo. Belly se movía con la agilidad que su disfraz propiciaba, parecía un ave de patas largas, una zancuda sobre una masa de agua. Sus amigas debían de estar con ella, aunque no pude reconocerlas, pues la mayoría de los invitados llevaban los disfraces carnavalescos de los personajes que figuran en los cuadros de Pietro Longhi. El museo Rezzonico de Venecia le había prestado al Liceo media docena de las obras del pintor veneciano del siglo XVIII, colocadas entre los espejos, llenas de personajes enmascarados con tricornio, fantasmas que miran al espectador con la indiferencia de quien ha ido y venido tantas veces entre este mundo y el otro que ya nada le parece extraño.

Los tricornios eran negros; las máscaras, blancas. El objetivo era mostrar cuerpos sin alma, el más aterrador de los disfraces. Sin alma no hay mañana, si conseguimos crear una máquina y dotarla de conciencia, demostraremos que los seres humanos no somos más que mecanismos preciosos y complicados que un día se apagan.

En el centro de la sala había un rinoceronte disecado, como en uno de los cuadros. Encima, una mesa de mármol de carrara que parecía sostenerse en el aire. Sobre ella, las bebidas, un sírvase usted mismo de bebidas raras y copas desparramadas, la mayoría usadas. Estaba a dos pasos de Belly, mirándola fijamente a través de los ojos de porcelana de mi tigre de bengala.

Sobre la mesa había cartones de leche materna envasada, licor de cannabis, sangre sintética, una bebida japonesa hecha de placenta, col fermentada picante, eso que llaman kimchi. Un camarero preparaba únicamente spritz veneciano.

—¿Una copa de Macallan?

Belly estaba borracha, pero por lo que me había contado cuando estuvo en Niassa, la tentación de ese whisky con sabor a especias, jengibre y cardamomo era superior a ella.

Me miró intensamente, pudo adivinar quién era, los ojos verdes con reflejos granates me delataban bajo la máscara. Noté como se aceleraba su respiración, y cuando le tendí la copa me tocó la mano con los dedos, cálidos y temblorosos. Tenía toda la energía concentrada en el torso, visualicé sus nalgas heladas, su sexo. No estaba en condiciones de leerle el pensamiento, pero podía adivinarlo.

—Ten cuidado, su sabor es muy prolongado.

Le llené el vaso hasta el borde.

—Espero que puedas llegar a casa.

La copa voló como si flotara en el aire hasta sus labios. Alcé la vista desde el corazón palpitante de su boca, recorrí los mares de dunas marcianas, inalteradas, de su rostro, y quedé atrapado en la nebulosa de sus ojos negros como si mi conciencia estuviera siendo absorbida por una intensa gravedad. Mientras el líquido ambarino desaparecía en sus entrañas sentía como si me lo estuviera bebiendo yo mismo, me ardía la traquea mientras una perniciosa cuenta atrás amenazaba con convertirme en esclavo de la nada.

Desvié la mirada. Había un disfraz en aquella sala, una mujer que llevaba la mitad inferior del rostro teñido de negro alquitrán, como si acabara de emerger de un pozo, mientras sus ojos carentes de iris representaban agujeros negros dispuestos a tragarnos a todos. En otros rostros de mujer, había una luna negra en el centro de la cara, y sus vestidos eran blancos y vaporosos, de grandes enaguas.

La mujer que parecía emerger del pozo de petróleo se acercó a Belly, le dio un beso en la mejilla y le pasó la lengua por la comisura de los labios, luego le apartó el vestido a un lado del cuello y dejó a la vista la marca morada de un mordisco en el hombro, le arrebató la copa de la mano y se terminó el contenido de un enérgico trago. Tenía el cuello largo y delgado, y donde terminaba la pintura negra era rosado como la arena de una playa en el borde del agua.

De pronto, se apagaron las luces, se elevó un grito en la sala y, un instante después, se iluminaron tenuemente los espejos, convirtiéndonos en fantasmas de nosotros mismos. El rinoceronte cobró vida en aquella dimensión esmerilada y Belly y su amiga desaparecieron mientras el animal arramblaba con todo y se dirigía hacia la puerta de entrada, en cuyo camino me encontraba.

Sus ojos pequeños y vidriosos me miraban a través del espejo, dos mil kilos de furia desencadenada. Me preguntaba si sentiría el embate antes de verlo en el reflejo, donde las máscaras volaban en todas direcciónes, los cristales de las botellas se hacían añicos y los gritos trazaban una invisible telaraña de ondas en el aire.

Sentí el empujón de la rodilla de Belly en el estómago mientras estaba enroscado en las sábanas. Alargé la mano para defenderme y encontré sus nalgas frías y relajadas, corrí a buscar el pálpito de su corazón pero me quedé entre sus muslos calientes mientras me despertaba en aquel revoltijo de telas blancas, en aquel piso del Raval, la barandilla del balcón abierto frente a nosotros y el ruido de la calle cuatro pisos más abajo.

Belly dormía, murmuraba en sueños, olía a Macallan.