Cae en mis manos un libro de título prometedor: El placer de odiar, del literato y periodista William Hazlitt (1778-1830), un tipo que escribió sobre Shakespeare, sobre pintura, sobre moral e infinidad de otros temas. También escribió sobre sus contemporáneos, de los que despotricó en cuanto se escoraban hacia el conservadurismo, ya que Hazlitt siempre fue un radical protosocialista. Quizá por las pocas simpatías que se granjeó en vida y quizá también por su acidez frente a las instituciones, Hazlitt se vio envuelto en escándalos políticos y murió aislado y en la pobreza. No obstante, siempre gozó con su aversión por las cosas, demostrando a cada paso que, si bien podemos renunciar a la violencia bruta, «no podemos separarnos de la esencia o principio de hostilidad». Y gozar con ella.
Tal aversión, según Hazlitt, tiene un fundamento natural: «Si no tuviéramos nada que odiar perderíamos las ganas de pensar y actuar (…) El rayo de luz de nuestra fortuna brilla más si logra que todo lo demás se vea tan oscuro como sea posible, como el arco iris que pinta sus colores en las nubes. ¿Es orgullo? ¿Es envidia? ¿Es la fuerza del contraste? ¿Es debilidad o malicia? Como sea, así es».
Y prosigue: «El bien, en estado puro, pronto se torna insípido y requiere, entonces, variedad y fuerza. El dolor es agridulce y nunca sacia. El amor se vuelve, con la ayuda de un poco de indulgencia, indiferente o desagradable. Solo el odio es inmortal».
Vayamos aprendiendo: los niños matan moscas para distraerse. Los caníbales queman a sus enemigos y luego se los comen tan amistosamente. Los patriotas invaden países y exportan fuego, peste y hambre, movidos por el veneno del odio. La gente curiosea en los accidentes y delitos que aparecen en los periódicos. El pueblo entero corre a presenciar los incendios y se reúne con entusiasmo ante las tragedias. Página a página, Hazlitt demuestra que las desgracias públicas forman parte indispensable del bien común.
¿Nos horroriza tanta claridad expositiva? Leyendo a este autor podríamos pensar que es un cínico que se burla de algunos comportamientos aislados. Pero no es así. La malicia es universal, incluso cuando se dirige a los amigos y familiares. Hazlitt habla de sí mismo con la agudeza y sinceridad de un Montaigne desencantado, pero, a la vez, íntegro.
Él admite que alguna vez tuvo relación con inseparables compañeros con los que se reunía seis veces por semana y con los que acabó peleado, quizá por su mal humor, quizá porque «esos viejos amigos son como la comida siempre repetida, desagradable y desabrida. El estómago se rebela en su contra. También el trato cotidiano y la familiaridad engendran cansancio y desprecio». Según Hazlitt podemos ir cambiando de amigos, como cambiamos de lectura o de preferencias artísticas. Lo que siempre se mantiene a lo largo del tiempo es el gusto por la misantropía. «De todo nos cansamos —escribe—, menos de poner en ridículo a los demás y de vanagloriarnos de sus defectos».
Aclarado el tema, vayamos a la moraleja.
Moraleja
—Supongamos que Hazlitt se equivoca y que usted, alma de Dios, cree posible gozar con los placeres que, supuestamente, le proporcionarán el amor, la candidez y la amistad. ¡Allá usted! Está advertido. Luego, cuando se le desmonte la barraca, no nos venga lloriqueando.
—Aceptemos que Hazlitt está en lo cierto y que el odio universal es una inacabable fuente de placer. En tal caso, no desdeñe ninguna oportunidad de practicarlo. Odie al enemigo y al adversario, con razón. Pero aprenda también a odiar a sus familiares y amigos. Unos lo merecerán por ser demasiado listos, otros por demasiado tontos, egoístas, ricos o buenos. Y si no consigue que el desprecio anide en su alma, frecuente esos contactos. No hay nada como la proximidad y el trato con nuestros semejantes para despertar hastío y animadversión.
—Finalmente, dirija su odio también hacia usted mismo. Razones no le faltan: su cuerpo, su alma, su pasado, su futuro… «¿No tengo razón en odiarme y sentir rencor hacia mí mismo? —concluye Hazlitt en su ensayo— Claro que la tengo, sobre todo por no haber odiado y despreciado lo suficiente al mundo».