Caminar bajo un claustro universitario a primera hora de la mañana; hacerlo en viernes, cuando ya ni don Luis de Góngora arriesgaría una metáfora, es descubrirle el pectoral al mundo y sembrar en él la neumonía de la nostalgia.
Oprime los pulmones la ensoñación de lo pensado, como acartona el aire una vida auscultada por el ojo de Tulp, un soneto antes de la ilusión de Rembrandt.
O tal vez no.
Una vez lo escribí y me violó la muerte dejando en mis silencios rastrojos de un dolor que ha de, acaso, parir cuando yo ya no esté o me aplaste el presente.
De pequeño anhelé hablarle a un alumnado del peso erosivo que tienen las palabras hijas del adentro exterior del lenguaje y pasé diez años sosteniendo ese peso en la nada amniótica de la voz.
Diez años, madre mía. ¿Qué ha hecho conmigo el tiempo? ¿Esto que ahora soy? ¿Este ser tan mostrenco que caza destellos en la flora de Góngora?
Qué injusto es el léxico y qué ingrato el arte. Don Luis tomaba un ruiseñor y enhebraba en sus plumas, musa, autor e instrumento. Yo tomo su verso y enmudezco ante él o acaso me «desenhebro». Y queda, como hoy, a un lado el claustro de la Universidad; al otro, la vida; al otro, la mañana del viernes; al otro, este bobo triste que no sabe qué escribe pero escribe con sangre.
Con su sangre. Y la hiel de marzo en un párpado de septiembre.