Se acababa de divorciar después de unos años en los que su marido la había dejado completamente de lado. Él salía y entraba de casa sin dar explicaciones, sin decir a dónde iba ni con quién, y ella, que todavía estaba de muy buen ver a pesar de haber cumplido los sesenta, se quedaba en casa o salía con las amigas a merendar.
Su matrimonio era tema de conversación entre las amigas las tardes de merienda. Ellas, las amigas, la animaban a dar el paso hacia el divorcio para recobrar la libertad que merecía. A decir de todas ellas, era todavía joven para enclaustrarse en un piso y dedicarse a las mal llamadas tareas del hogar para que las disfrutara un marido tosco y aburrido que la trataba con displicencia cuando le dirigía la palabra.
Se armó de valor una tarde de verano y le propuso al marido el divorcio porque, entre otros agravios, ya ni se acordaba de cuándo habían dejado de hacer uso del matrimonio. Utilizó esa expresión rancia y anticuada porque le dio vergüenza ser más explícita. El marido carraspeó, pero estuvo de acuerdo. Ella no sabía que el marido ya tenía un recambio veinte años más joven y que el divorcio sería como un regalo.
Hicieron los papeles y, en un plisplás, Luisa quedó libre con todo el tiempo para ella sola y con ganas de vivir una vida que había estado aletargada hasta entonces. Empezó a salir más a menudo con sus amigas a merendar, a pasear y algunos días a coctelerías de moda que nunca se había atrevido a frecuentar porque tenía que preparar la cena.
Al poco de estar divorciada se apuntó a un club para hacer ejercicio y conocer gente nueva, se cambió de peinado y renovó su vestuario. En el club hizo amistad con un grupo de señoras de la clase de aquafit que los jueves por la noche iban a bailar y, si se daba el caso, conocer a señores interesantes. Descubrió un mundo del que desconocía su existencia y aprendió cosas nuevas que casi hacían que se sonrojara. En una de las conversaciones de vestuario una señora explicó que había leído que el perfume para que fuera efectivo había que distribuirlo por todo el cuerpo, unas gotitas detrás de las orejas, otras debajo de los pechos y otras detrás de las rodillas, en las corvas. Lo de las corvas la dejó intrigada pero no dijo nada para no parecer una pazguata.
Un jueves en uno de los bailes, contra todo pronóstico, ligó. Era madurito, elegante y buen conversador, aunque no muy buen bailarín. Salieron unos días hasta que decidieron ir a un hotel porque a ella le daba vergüenza llevarlo a su casa no fuera a ser que la portera se enterara.
El encuentro amoroso transcurría apaciblemente hasta que el nuevo amante al oler el perfume de las corvas cayó fulminado. Un choque anafiláctico, dijeron los médicos.
Luisa después del incidente se dio de baja del club y se dedicó en su casa a ver la televisión que como ahora hay muchos canales era imposible aburrirse.
De vez en cuando sigue yendo a merendar con sus amigas de siempre.