Si no fuera por mi tío, nunca habría venido al hospital; siempre me pareció una persona encantadora, lleno de bondad, generoso y afable. De todas formas, llevo años casi sin relación con esta familia ni creo que, ahora que está a punto de morir, vaya a tratarla mucho más.
Hace veinticuatro horas que le han retirado cualquier tratamiento para tratar el cáncer que padece y le han puesto paliativos. Ya solo queda esperar a que su cuerpo deje de funcionar.
Es agotador pasar tantas y tantas horas de espera en el hospital, y más, soportando el run-run constante de mi tía, que nunca está satisfecha con nada, siempre criticando todo y tratando de llevar a los demás a su eterno enfado con el mundo. Necesito alejarme un poco de esta espera tan tensa, agravada por el carácter de mi tía.
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—Voy a estirar las piernas y a tomar un poco el aire —le he dicho a mi prima—. Si ocurriera algo, avísame al móvil.
Los pasillos van de un lado a otro como un laberinto infinito. Como profano que soy, no entiendo nada de lo que significan todos esos códigos que señalan direcciones, salas, especialidades o cualquier otro tecnicismo que los profesionales utilizan en estos edificios. Me parece todo un trabalenguas de palabras, una maraña de movimientos, una confusión de intenciones, destinadas, eso sí, a salvar vidas… O no solamente. Puede que una de las grandes misiones de los hospitales sea la de ayudar a humanizar el momento en que una vida se acaba, a evitar el dolor que ese proceso de la vida a la muerte pueda suponer para el que lo vive… hasta que deja de vivirlo.
En esta planta en la que estoy no hay casi nadie. Es uno de los primeros sótanos, bajo el vestíbulo de entrada al hospital. No parece que haya especialidades que convoquen a familiares. Puede que lo ocupen despachos de doctores, oficinas para sindicatos o los necesarios centros de logística y vigilancia del edificio. No sé. No se ve un alma. Es raro pasear por este espacio angosto y tan fríamente iluminado sin ver a nadie.
Creo que me estoy enredando en este dédalo. Los pasillos se hacen interminables, infinitos. Están desolados, no se abre ninguna puerta, nadie lleva camillas ni corre hacia ningún lugar, nadie camina esperando noticias… No hay nadie. Solo yo, cada vez más confundido y con una creciente sensación de ansiedad porque esto no se acaba y no parece que esté llegando a ningún sitio, a ninguna salida, a ninguna puerta o ascensor que me lleve a otro lugar.
Camino y camino, giro a la derecha y luego a la izquierda, vuelvo a caminar escuchando solamente el ruido de mis pasos rebotando con muchos ecos en las paredes de estos pasillos. He perdido la noción del tiempo transcurrido y del espacio que he recorrido desde que he llegado a esta planta. Miro el teléfono y curiosamente tengo toda la señal posible cuando esperaba que no hubiera cobertura en este sótano. Al menos, podrán llamarme si a mi tío le sobreviene la muerte.
Tuerzo a la izquierda y, de repente, me topo con que el pasillo se acaba en un portón bastante ancho. Quizás dé a la calle.
Agarro el picaporte y abro la puerta…
Doy un respingo hacia atrás al ver lo que hay tras de ella. Ante mí se presenta un nuevo pasillo, extrañamente iluminado por un tono azulado, un poco fosforescente. Es un estrecho corredor por el que desfila gente que parece estar esperando turno para llegar a algún sitio. Van todos vestidos con los camisones que llevan enfermos. Predomina la gente mayor y todos parecen ir solos. Miro a los más pequeños, algunos sorprendentemente pequeños, y, sí, todos van solos, como a dos metros de quien les precede y a una distancia similar del siguiente en la fila.
Esta interminable fila de personas parecen venir desde un fondo a la derecha del pasillo y se dirige hacia otro fondo invisible hacia la izquierda. Caminan despacio, muy despacio, pausados y aparentemente tranquilos. Nadie habla. Me estremece el silencio que reina en este espacio. Sus pasos lentos no producen casi ningún ruido.
Yo permanezco en el dosel de la puerta sin atreverme a entrar más allá, conteniendo la respiración. Bajo esa luz azulina, el movimiento pausado y constante de gente por el pasillo se convierte en un espectáculo raro, confuso, ajeno a lo que cualquiera podría esperar en un hospital.
Espera… Allí veo llegar a alguien que me recuerda a… ¡Es mi tío! Mi tío está caminando despacio en esta fila silenciosa bañada en luz azul. ¿Cómo es posible? Si ya no tiene fuerzas ni para abrir los ojos… Si está dopado en una cama de la habitación 456 esperando a que se le pare el corazón… Si…
¡Riiiiiiiiiinnnnnnnnnnngggggggggggg!
Cierro la puerta y contesto al teléfono. Es mi prima.
—Tu tío acaba de fallecer —me dice con la voz entrecortada—. Ven en cuanto puedas, primo.
No sé bien qué contesto, aunque supongo que trato de tranquilizarla y le aseguro que no tardaré en subir a la planta donde acaba de morir mi tío.
Con la mente muy alterada por la noticia y lo que acabo de ver tras la puerta, giro sobre mis talones y vuelvo a girar. No acabo de decidirme a ir a ver a la familia para estar con ella en tan difícil momento. Lo que hay en ese pasillo azul me ha dejado estupefacto. No puedo reaccionar. ¡He visto a mi tío caminando justo en el momento en que acaba de morir!
Tengo que ir arriba. Allí me necesitan, aunque nada pueda solucionar… Pero quiero mirar una vez más ese pasillo, esa larga fila de seres azulados y silenciosos, ese lento caminar hacia no sé dónde, aunque sospecho que sé de dónde vienen.
Abro de nuevo y nada ha cambiado. Ahí sigue pasando gente de todas las edades, caminando despacio, coloreados por esa luminiscencia azul que no veo de dónde procede. Ya no veo a mi tío. Me fijo en los rostros de quienes pasan ante mí. Nadie parece verme, nadie me mira. Y están tranquilos, serenos y hasta diría que con un gesto de relajación que roza la felicidad. Despacio, despacio, despacio, siguen pasando. Allí llega otra cara que me resulta familiar… demasiado familiar…
¡Ah! ¡Me duele! ¡Mi corazó…