El olor de la nostalgia

Crónicas mínimas

En una mañana sabatina de marzo, algo tan cotidiano como cruzarse con una señora puede convertirse en un instante mágico, si te llega el olor limpio y fresco de la colonia Nenuco. Luego, reparas en que ni siquiera le has visto la cara, porque tu memoria ha evocado la imagen del baño de unos niños, Emma y Javier, atendidos por las manos suaves de su madre, entre risas y pompas de jabón. Ha pasado más de media vida, pero los recuerdos tan celosamente guardados han surgido en un instante. Si alguna vez vuelvo a cruzarme con aquella mujer, tal vez ese olor me permita reconocerla, porque volveré sin querer al lugar donde me esperaba la nostalgia.

A veces, las casualidades nos visitan en forma extraña, porque ese mismo día en la casa de una amiga, la pintora Rosa Atienza, que está afectada de esclerosis múltiple y a la que fui a ver para llevarle dos de mis libros, me topé otra vez con esa fragancia.

Creo que, en muchas ciudades, por grandes que sean, hay una línea divisoria, un «limes», podríamos decir. En el confín, hay cauces secos de riachuelos (hace meses, demasiados, que no llueve), campos de cultivos, casuchas, bosques, carreteras de circunvalación, alguna fábrica y en los días que sopla el viento y se lleva la contaminación, se ven las montañas que algunos consideran mágicas, como Montserrat. Pues, bien, Rosa vive un poco más allá de esa frontera donde acaba Barcelona, pero compensa venir de tan lejos, para escucharla, para explorar horizontes desconocidos y sumergirte en un mar de sensaciones. Dialéctica, sencillamente.

Las tres horas que estuve en su casa se fueron en un santiamén y, antes de irme, pasé un momento al lavabo y, en mitad de una estantería junto a otros botes muy bien colocados, me esperaba una preciosa botella de ¡Nenuco! De las de aquella época, de medio litro y de plástico, pero ya sin la carita del niño rollizo que fue su imagen tanto tiempo. No hace falta decir que me empapé a conciencia con «el olor de tu infancia…» en una tarde de invierno inquietantemente cálida. Me refresqué y rejuvenecí, calculo, casi cuarenta años. Al contárselo, Rosa reía, como solo se ríen las personas buenas: a gusto y sin complejos y yo reía con ella al verla.

No sé si mi querida amiga volverá a pintar esos paisajes imposibles, que nos hacen soñar, porque sus cuadros muestran lo que entrevé cuando cierra sus ojos castaños. Pinta lo que le viene a la memoria y rara vez pone una figura humana. «Afuera está la realidad, ¿para qué copiarla?».

Miro dentro de mí y encuentro colores y horizontes irreales a los que jamás llegaré, porque no sé si existen, aunque puedo sentirlos y expresarlos, para reafirmarme en ellos. Despedida con abrazos apretados a Rosa, mi querida amiga. ¿Volveré a verla reír? ¿Volveré a verla?

Rehago el camino de regreso al centro de la gran ciudad, a veces tan lejana, ignota y desabrida. Deambulo por Las Ramblas entre mil acentos extraños y otros mil olores. Cae el sol en este día de nostalgia y reencuentro feliz, pienso que debería estar alegre o, por lo menos, sentir algo de consuelo.

Se adormece Barcelona

y en la plaza ya es invierno,

hay un paisaje para un poema,

brisa que pasa y ya no vuelve.

Hay una copa que espera celebración,

una luz no pretendida,

una lluvia de nostalgia,

que me empapa. Dos gotas

de perfume en mi camisa

y una leyenda aplazada

camino de Colón.