Las estrellas resplandecían en el ojo del pájaro mientras se celebraba el primer cumpleaños del gran viaje. Nos habíamos creído que éramos el Arca de Noé, y habíamos metido en la nave doscientas treinta y siete especies de aves. Al final, decidimos que un pequeño pájaro al que llamábamos Ojo de Lumbre sería nuestro guía. Tenía unos ojos brillantes y negros, con un círculo de alumbre en el centro que reflejaba de forma perfecta el cielo, así que cuando nos reuníamos para celebrar algún acontecimiento relacionado con nuestra vida pasada, lo poníamos frente a una de las ventanas y colocábamos una cámara enfocada directamente a uno de sus ojos, para que reflejara el universo.
Estábamos acercándonos a la constelación del Centauro, que tardaríamos dos años en atravesar, pero ahora ya sabíamos que aquí no encontraríamos ningún planeta habitable. El viaje todavía sería largo.
El reflejo del universo en la pupila de Ojo de Lumbre ocupaba una pared de casi cincuenta metros de anchura, en la sala más grande de la Alexandra Roja, la nave con la que doscientas mil personas habíamos escapado de la destrucción. En un momento dado, mantuvimos el silencio y miramos al gran ojo para contemplar el vacío interestelar, nos dejamos arrullar por el invierno de Vivaldi y pasamos una y otra vez la película de la destrucción reflejada en aquella simulación cristalina y cóncava del infierno.
La Tierra ardió en llamas después de aquella epidemia. El virus se apropió primero de los ancianos, luego de los jóvenes, mató a todos los animales y finalmente se introdujo en las pizarras de las montañas, produciendo una serie de transformaciones químicas que hicieron que se alzaran e incendiaran, como si una estrella de neutrones se hubiera aproximado al planeta y estuviera succionándolas. Un grupo de supervivientes aislados en zonas kársticas construimos en pocos lustros una nave espacial lo bastante grande para albergar un millón de personas, varios miles de plantas y animales, y el acervo genético de millones de especies, para reproducirlos donde encontráramos tierra firme, como aquellos navegantes que marcharon a las Américas con cerdos, caballos y la simiente de plantas alimenticias sin saber dónde ni cuándo alcanzarían el destino soñado.
La nave se construyó en varias fases. Solo sobrevivió la nuestra, las demás estallaron después de que un error en uno de los acoplamientos, cuando se estaba cargando un reactor nuclear para la impulsión, provocara una explosión gigantesca que abrasó una de las caras del planeta. En ese momento, la Alexandra Roja estaba al otro lado de la luna. Cuando reaparecimos, el ojo del pájaro solo pudo mostrarnos los restos del desastre, una cara del planeta azul convertida en el pétalo ardiente de una rosa roja transformada en ascua calcinada.
Desde entonces, solo miramos el exterior desde ese ojo negro, gigantesco, porque esa es la percepción de la realidad que queremos tener, una percepción ligeramente deformada, que nos proporcione la suficiente sensación de irrealidad para creer que todo aquello no fue cierto, que poco a poco se transforme en lo que acabaremos creyendo que fue un sueño. Nuestro propósito es que la siguiente generación no se acuerde de nada. Modificaremos sus cuerpos para adaptarlos a las condiciones del planeta elegido como destino y haremos que sean adoptados por las criaturas del lugar cuando todavía sean unos niños, como hicieron nuestros antecesores con nosotros, cuando compartimos las primeras fogatas con aquellos simios.
Con suerte, podremos enseñarles algunas nociones básicas, los principios de alguna creencia, la sensación de pertenencia a una conciencia universal que se desvanecerá a medida que nos apartemos de ellos. Nuestra única permanencia en el planeta será el ojo del pájaro que nos permitirá visualizar sus almas fragmentadas, la herencia de compartir sangre de animal y esencia de divinidad, el vacío que se aborda cuando la muerte nos devuelve a la quietud de la eternidad.