—Bueno, hijo de puta, empieza ladrando, que aquí ya no eres el presidente más poderoso del mundo.
—Lo único que siento con 79 años es que esto se acaba, pero tienes razón, en este antro puedo hablar. Es el único lugar donde puedo explicar mi vida sin que algún imbécil quiera aprovecharse de mis debilidades.
—Bueno, la mía tampoco desmerece, pero yo no he llegado tan lejos.
—Solo eres el hombre más rico del mundo, pero yo soy el más poderoso. Y no creo que haya tantas sombras en tu inmerecida existencia.
—Vamos, que estás deseando contarla. Y resume, que he oído la misma historia más de diez veces.
—Venga. Nací en esta ciudad. Mi padre era policía. Cuando tuve la edad suficiente, me enteré de que ese cabrón no solo controlaba a las putas, sino también el tráfico de drogas, es decir, que cobraba de los narcos a cambio de mantener una, entre paréntesis, relativa paz. Resumiendo: unos cuantos asesinatos menos que en los demás distritos. Con veinte años, entré en el cuerpo y en el negocio. Tenía que visitar los prostíbulos y los locales donde se vendía la droga y cobrar la comisión en nombre de mi padre. Por supuesto, conmigo venían un par de anormales para cuando había que romper algunos huesos y defenderme. Esto es Los Ángeles. Aquí necesitas un arma. Antes de que me metiera en política, ya tenía un agente en cada esquina. Táctica y estrategia. Me quedé con parte del negocio. El problema es que empecé a beber, y empezaron las palizas. Le cogí el gusto. Visitaba a las más guapas para romperles la nariz. Se hizo marca de la casa. Cuanto más pequeña y aplastada mejor, y tenía una clientela que las quería así, dañadas o de algún modo heridas. Venían detrás de mí para recoger el botín, o mejor dicho para beneficiarse del botín, con el cinturón en la mano, dispuestos a ponerles los culos calientes, lo bastante enrojecidos para arrancarles la piel. Aquellos hombres odiaban esa parte de las nalgas que se mantiene fría, o mejor les encantaba, porque se ponía rápidamente encarnada. Luego vino lo de las chicas inmigrantes. No todas querían pasar por el burdel, muchas se iban directamente a los campos de tomates, pero todas querían papeles y estaban dispuestas a pagar lo que fuera. Y había muchos tipos por ahí, sobre todo policías, que echarían un polvo con cualquier cosa y, si encima les pagabas, podían dejar embarazada a una piedra. Ya sabes, con una piedrecita nacida aquí, te dan papeles. Monté un buen negocio. Un día me encontré con el alcalde, que se había encaprichado de una de las chicas a partir de una película porno en que le dan una paliza a una de esas delicadas bellezas que disfrutan cuando las penetran dos o tres bestias a la vez. A través del alcalde, conocí al gobernador. Le regaló una de esas chicas, cedida por mí, para que la encerrara en una jaula. Fue todo muy rápido, pasé de ser una rata de distrito a conocer lo más granado del Estado. Esos tíos tenían corrales, como en aquella película de Lee Marvin, donde había mujeres en vez de animales, Carne viva, se llamaba. No tardé en convertirme en asesor especial, y pronto en promotor. Montaron una inmobiliaria para mí. Con los permisos y las subvenciones a mi favor, en diez años construí un imperio: bloques de pisos, hoteles, casinos. No tardaron en convertirme en senador. Tiene guasa de un alcohólico drogadicto que había montado su imperio sobre la prostitución en California, asentado en Washington, y que acabaría defendiendo los derechos de los ricos. Por supuesto, liquidamos a todos los que podían relacionarme con aquella época, y eran muchos. Cambiamos la historia, hasta mi padre se convirtió en promotor inmobiliario después de muerto. Estados Unidos superó por primera vez los cien mil asesinatos por arma de fuego, pero acabar con esa mugre me valió para una primera candidatura con el apoyo evangelista y de los más poderosos del país, a los que prometí una exención de impuestos que les permitiría duplicar su fortuna. La codicia humana no tiene límites. Así que me ayudaron en la campaña a la presidencia, gané una vez y aquí estoy por segunda vez, con un equipo de ochocientos asesores que me acompañan a todas partes, menos aquí, donde nos reunimos en secreto los más ricos con las chicas más guapas del mundo. Y porque ellas quieren, que bien les pagamos el servicio. Y no por dejarse mutilar, como en otros tiempos. Hoy ni siquiera firmando un consentimiento puedes hacerle daño a alguien. Por eso te necesito, hombre más rico del mundo. Eres joven, defiendes la libertad de expresión y aun así, te acusan de ultraderechista. Pero los vas a poner a caldo. Eres el amo del espacio y de las redes sociales. ¿Qué nos puede pasar?
—Sí, pero cuando tenga tu edad quiero estar en Marte, porque nuestro común amigo ruso va a convertir este mundo en polvillo radioactivo.
—No será peor que Marte, joder, allí no podrás vivir al aire libre.
—Ni aquí. Prefiero dejar que os matéis entre vosotros y trasladar la especie a otro planeta. En un par de generaciones tendremos un Marte azul y verde, como la Tierra, mientras que aquí, en una sola generación, tendréis un planeta muerto.
—Paulina, culito bonito, ¿tú qué opinas?
—Que sois un par de imbéciles integrales, claros representantes de la especie más autodestructiva que ha podido crear la evolución.
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