El matrimonio y yo

Alucina, vecina

Soy friolera, qué le vamos a hacer. Quizá porque soy más mediterránea que el aceite de oliva. No me disgusta el frío de aquí, pero una helada nunca me ha beneficiado. Ni madrugar. Ni madrugar cuando hiela. Ni madrugar en mitad de una helada y sin ropa de cama adecuada. El nórdico me sienta bien. El último, Bjørn, aunque no era lo que se dice fogoso, al menos, era cálido: così grande, così biondo, così rosa… A lo que iba, que per persone come me nunca está de más algo a mano que nos cubra a voluntad.

Debería haber empezado por el principio, aunque en cierta forma ya lo he hecho, pues esto pasó siendo muy jovencita. Mucho más que ahora. Meses antes, Tommaso y yo habíamos iniciado un tórrido romance. Nos habíamos declarado amore eterno, habíamos dejado candados por medio centenar de puentes italianos, habíamos gastado mangas y mangas de cuerda cerrando nudos. No sé si nos faltó algún rito más, aparte de desposarnos. Culminábamos los últimos días de ocio navideño por España, y entonces mi manejo del idioma de Cervantes era incipiente, cuando en la estación de Atocha me separé un instante de Tommaso per comprare il giornale mientras él preguntaba por los primeros trenes para Barcelona. Si he dicho que mi idioma español estaba en pañales, el de Tommaso apenas le permitía entender la literalidad fonética de algunas frases. Nos perdimos en esos escasos minutos. Justo antes de reencontrarnos, le vi tratando de comunicarse con un señor que debía de pasar por allí, a juzgar por su atuendo de abrigo: «È una donna bellissima, la mia ragazza, era qui poco fa», le describía el pobre Tommaso. No es que disfrutara el momento, pero sentí curiosidad por él tratando de desenvolverse solo, y permanecí oculta unos minutos más, observándolo. En esto, se les aproximó un empleado de la estación. Enseguida parecieron hilar una conversación inteligible y de pronto me vi descubierta, cuando el ferroviario señaló sonriendo en mi dirección: «Sí, la friolera de veinte años». Así era: primeros días de enero, sin mi pelliza, abrazándome al Corriere della Sera… Sí, y luciendo un tipazo propio de esa edad, cierto. La cara de Tommaso se abrió de par en par: ojos, boca y fosas nasales. Camino de Barcelona, un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro: no debía casarme.

Años después, paulatinamente más conectada a España, fui enamorándome aún más de la cultura hispánica. La palabra friolera no sería tan diferente a tantas otras palabras y también iría adquiriendo nuevos significados. Pero con esta palabra siempre he sentido cierta persistencia desde aquella fría madrugada saliendo de Atocha: remarcada por primera vez durante la representación de doña Loreta y su marido, el teniente Astete, que daba título a la obra de Valle con su apodo, «Los cuernos de don Friolera». Con clara similitud con mi italiano natal, mettere le corna, fui predispuesta a la función. Y, efectivamente, salí aún más convencida de abrazar la soltería.

Mis queridas lectoras ya tienen pinceladas de mis aventuras y mis desventuras. Necesitaba, de alguna forma, explicarles cuál fue mi decisión entonces y que aún cultivo. Ahora tengo la friolera de treinta y seis años, la edad perpetua… ¡Qué les voy a contar!