Iron Eyes Cody (1904-1999), el indio de las películas de Hollywood.
Tenía los ojos oscuros, casi negros; la mirada profunda, feroz si venía acompañada de un fruncimiento de ceño, aunque al fondo, fijándose, podía distinguirse una chispa con no sé qué de ironía y de burla.
Tal vez por eso se hizo llamar Iron Eyes Cody. Pocos recuerdan hoy a aquel cherokee a pesar de haber aparecido en docenas de películas y programas de televisión a lo largo de su dilatada vida. Fue actor de un solo papel, el de indio en toda clase de westerns, algo lógico en una industria que tanto entiende de encasillamientos. No son pocos los filmes que acreditan su nombre, sobre todo a partir de mediados los años cincuenta; de sus muchas cabalgadas junto a estrellas como John Wayne, Bob Hope, Joseph Cotten, Steve McQueen o Richard Harris, sus predilectas fueron las dos ocasiones en que tuvo la oportunidad de encarnar a uno de sus grandes héroes, Čháŋ Óhaŋ, Caballo Loco, aquel lakota líder de los sioux mitad monje, mitad soldado, que personificó como nadie el espíritu de resistencia frente al invasor blanco.
Más que por ninguna de sus apariciones en la pantalla, la fama le llegó por un anuncio de televisión para la campaña Keep America Beautiful, realizada a comienzos de los setenta; su ascendencia indígena le valió ejercer de representante de todos los nativos americanos. Subía en su piragua y se ponía a remar por un río cuyas aguas se iban llenando de basura hasta desembocar en un mar de porquería, momento en que una lágrima (de silicona, que como buen indio se negó siempre a llorar) resbalaba muda y acusadora por su mejilla.
Todo había comenzado en 1927, cuando como todas las mañanas Espera Oscar de Corti y su hermano Francesco, ambos hijos, nietos y tataranietos de sicilianos, se dirigieron a los estudios Universal a ver si le caía algún trabajito de extra, ocupación en la que habían empleado los últimos meses. Con altibajos, los Corti, que ahora se hacían llamar Cody, sobrevivían en Hollywood a base de hacer de camarero, de hombre en la multitud, de soldado, de cualquier cosa que no precisase más que colocarse en un rincón del plató luciendo la indumentaria que el género de la película ordenase.
Ese día fue distinto. Se estaba rodando un western, Back to God´s Country. El regidor llamó a Espera y atraído por su moreno cabello, le encasquetó un penacho de plumas y lo situó junto a otros indios de pega antes de empezar la filmación. No se sabe qué ocurrió entonces, si un golpe de calor, un derrame cerebral, un milagro o una posesión. El caso es que en ese momento Corti olvidó todo lo que había sido, su nacimiento en Louisiana, su madre Francesca, sus abuelos sicilianos, su hermana Victoria, todo. Al finalizar la jornada se negó a devolver el tocado de plumas que no se quitó de la cabeza durante varios días. Practicando la más radical huída de sí mismo, supo en un instante que había nacido para ser sioux. Se dejó crecer el pelo, aprendió su lenguaje, se empapó de sus tradiciones, calzó mocasines, renunció a su nombre y se hizo bautizar Ojos de Hierro antes de contraer matrimonio con Bertha Parker, arqueóloga y actriz de sangre cien por cien india que había pasado la infancia actuando con sus padres en los números del Oeste del Circo Barnum.
Sus nuevos hermanos lo acogieron bien, sin llegar a sospechar nunca su cualidad de rostro pálido. El presentarse como indio de los de verdad le garantizó trabajo continuado en el cine y la televisión; con el tiempo, llegó a ser representante de su tribu en diversos encuentros de las naciones indias; asesor de cultura nativa en varias películas —sabido es que no hay devoción que supere la del converso—; tuvo tres hijos a los que educó en la más pura tradición cherokee y nunca se le vio vestir otras prendas que las propias de su pueblo: chaquetas de piel con flecos, chalecos, collares de cuentas, un par de plumas en la cabeza. Y murió sin sobresaltos a los 94 años, sin dejarse amedrentar ni siquiera cuando, tras el famoso anuncio de televisión, su hermana Victoria lo reconoció y desveló a la prensa su impostura, desatándose un escándalo que Iron Eyes jamás llegó a admitir.
E hizo muy bien. Hacía más de medio siglo que en una epifanía lo Sagrado, sea lo que sea eso, le había revelado cuál era su destino. Él no hizo más que seguir su mandato a rajatabla: lo contrario hubiese sido osadía e ingratitud, algo impropio, en todo caso, de un auténtico hijo de Manitú.