Nadie me conoce, soy como uno de aquellos lagartos secos y transparentes que clavaba en la pared cuando era niño en casa de mis abuelos, pensé, mientras me llevaban a bordo de un Toyota a través de la sabana, a toda la velocidad posible por aquellos caminos erizados de trampas. ¿Quién era yo? Tal vez era el polvillo negro que destilaba de los lagartos y que convertía en tinta para escribir en un lenguaje inventado que nadie pudiera leer. Nada de eso, era peor, era un turista anónimo que había querido llamar la atención y había resultado herido porque su destino era no ser nadie, que nadie conociera su nombre, ni su rostro, ni su función en este mundo. En mi ciudad, era ese vecino desconocido que no habla con nadie, encerrado en casa, y del que nadie sabe lo que hace. La verdad es que escribía libros de autoayuda para un conocido autor, cuyo único mérito era dejarse ver en fiestas y presentaciones, divirtiendo a la concurrencia y haciendo creer a todos que era capaz de escribir él solo todas aquellas estupideces sobre olvidar el pasado, vivir el momento y modificar el futuro con una sonrisa. Aquel individuo, que figuraba en las portadas y en los créditos, se enriquecía rodeado de admiración, mientras quien vertía sobre la página todas aquellas sandeces destinadas a elevar la autoestima del lector languidecía.
Por primera vez en muchos años, decidí salir de casa y viajar. Acababa de escribir el último libro sobre pensamiento positivo, pero no conseguía escapar de la historia de la inhumanidad. ¿No fue Nietzsche quien dijo que la crueldad era el trasfondo más antiguo de la cultura? Vine a África buscando el animal salvaje que se domesticó a sí mismo y se divinizó llevando en su seno el mismo espíritu que esos leones que me han roto la garganta. Si pudieran sonreír, esas bestias mostrarían el mismo placer ante el sufrimiento que los ochenta mil testigos de la ejecución de Luis XVI. Se habló de unos escolares batallando entre la multitud que quería tocar la sangre para relamerse los dedos y que luego fueron vistos pasándose de boca en boca la saliva enrojecida porque querían saborear, ¿por qué no?, las entrañas de un rey. Al fin y al cabo, la crueldad es una experiencia de poder que había pasado del rey a sus súbditos de forma elegante y a la vez terrorífica: hay que deshumanizar a una parte de la humanidad para volver a humanizarla si se quieren cambiar las cosas. El amor solo puede surgir del desamor.
Ni siquiera conozco al autor de mis libros. Su mujer, una veterana acostumbrada a los desvaríos de una pareja a la que solo une el dinero, adúlteros ambos y fornicadores de postín que predicaban la abstinencia entre sus ingenuos lectores, que eran los míos, me pasaba el esquema de la obra y yo la escribía. Mi nombre no aparecería en los créditos. Me pagaban como colaborador de algo que había escrito íntegramente y ni siquiera figuraba como corrector. Un día que me encontraba excepcionalmente animado, me uní, con mi desconocido nombre, a un grupo de viajeros que quería visitar las llanuras del Serengueti en la época de las migraciones. Cebras y ñus formaban una masa compacta de herbívoros que se desplazaba a través de los herbazales. Los leones, ocultos en la sabana, los seguían. Para ellos, solo eran algo que llevarse al estómago.
La primera noche, con el grupo de viajeros sentados a la luz de una hoguera, cada uno de nosotros tenía que explicar a qué se dedicaba, aunque a mí me interesaba más el cielo, que nos hacía tan pequeños.
—Yo no soy nadie —de hecho, no existo—. Una vez publiqué una novela con mi nombre en una plataforma de autoedición y vendí un ejemplar a mí mismo.
—Entonces, ¿cómo se gana usted la vida?
—Una herencia —mentí. No podía decir, por contrato, lo que hacía.
Tres días después, harto de que ni siquiera me miraran a la cara, me bajé del vehículo con el que perseguíamos a los depredadores y me dirigí en línea recta hacia un grupo de leones que estaban devorando una cría de antílope. Había una docena de todoterrenos rodeando la escena, que se desarrollaba a la desabrida sombra de una gran acacia. Un leopardo miraba desde lo alto de una rama, un grupo de babuinos esperaba a cierta distancia, las hienas se acercaban, los buitres sobrevolaban el escenario. Había oído que, si les hablas, los leones no te atacan, así que empecé con Osho, el gurú de la autoayuda que más mujeres de mediana edad había encandilado. Hablé en voz muy alta, para que quedara grabado en los vídeos de los turistas y para que me oyeran las fieras.
—En el momento en que no tienes miedo de la multitud, dejas de ser una oveja y te conviertes en un león. Un gran rugido surge de tu corazón, el rugido de la libertad. Yo soy un león. Hacedme sitio, compañeros.
Me agaché junto a ellos, como si quisiera compartir la presa, aunque supongo que entendieron que se la estaba disputando.
Cinco minutos después, me encontraba en el asiento trasero de uno de aquellos vehículos, con un imponente desgarro en el cuello. La sangre se derramaba por el asiento. Me acordé de Casanova, que describió un descuartizamiento horroroso en Francia ordenado por el mismo Luis XVI del que aquellos estudiantes probaban la sangre. El reo seguía gritando cuando los caballos ya le habían arrancado la mitad del cuerpo. Casanova se tapaba los oídos, pero no podía dejar de mirar. Maquiavelo consideraba la crueldad (a través del verdugo) el engranaje necesario entre el rey y su pueblo. Yo era más de Nietzsche: «La apariencia, desde el principio, casi siempre se convierte en esencia, y actúa como tal».
Había pasado a la posteridad como un imbécil, pero estaba harto de no ser nadie. Una de las chicas de la expedición era médico y llevaba una mano puesta en mi cuello, donde faltaban las cuerdas vocales que me hubieran permitido pregonar mi nombre. Ni siquiera había valido para eso. Me recordarían como el desconocido que se enfrentó a los leones, que no tenía pasado y que vivía encerrado en su casa de hacer miserables trabajos para aquella editorial en la que trabajaba el conocido escritor que amaban todas las mujeres y envidiaban todos los escritores. En la próxima reencarnación, me pediría el cuerpo de un león.
Tal vez entonces consiga ser alguien.