El eterno retorno

Cruzando los límites


Eduard nació guapo. No le importaba ni lo entendía y nunca supo por qué le odiaban los demás niños en el colegio. Quizá porque, además, era el primero de una clase bastante numerosa. También era un gilipollas, como corresponde, así que, un día, en una absurda pelea, se cayó y se rompió los incisivos. Desde ese momento, se convirtió en «el desdentado», el atractor de todas las miradas que mostraban asco o desencanto. De guapo había pasado a monstruo. Las chicas se reían de él, tendría doce o trece años, ni siquiera se le había despertado la libido; de las niñas, solo sabía que siempre se burlaron o lo despreciaron, aun antes de quedar lisiado porque, siendo atractivo, nunca se planteó meterles mano ni besarlas en los lavabos, como hacían los demás. 

Un día se dio cuenta de que tenía memoria eidética, que solo tenía que leer, ver u oír las cosas una vez para recordarlas. Cuando cumplió los dieciséis, se arregló los dientes, ganó confianza y descubrió que los números se le daban bien. Cuando salió del instituto, estudió informática, física y astronomía. Después, durante un tiempo, se presentó voluntario para recorrer los peores escenarios causados por guerras y catástrofes naturales. Necesitaba conocer la mente humana en un momento en el que se iniciaba la era de los implantes neuronales, con el cerebro dominado por chips que alargaban la vida y que eran programables.

Con treinta y siete años, presentó su programa a los grandes de la tecnología, que lo consideraron fascinante, pues producía en quienes lo incorporaban a su mente un aumento de la conciencia. Ya no era solo cuestión de tener al alcance todos los conocimientos del mundo, sino la sensación de entenderlo todo, de ser consciente de todos los aspectos de la naturaleza como si fueran uno solo, de sus interrelaciones y su desplazamiento en el tiempo, desde el movimiento de los átomos hasta la carrera desenfrenada de un leopardo, de los esfuerzos de una planta trepadora por alcanzar una sujeción a la conciencia fluctuante de una tempestad que nace y muere con la esperanza de vida de un relámpago.

En la mayoría de los individuos, esto produjo un éxtasis paralizante, porque superaba su capacidad de entendimiento o porque creyeron comprender nuestro lugar en el universo, sin que nada de lo que imaginaban fuera cierto, porque los propósitos del ser humano y de la naturaleza siguen caminos diferentes, ya que esta no es libre de elegir su destino, como hacemos nosotros, por absurdo que este pueda ser. 

La inteligencia cuántica acababa de perforar el espacio-tiempo para posibilitar los viajes espaciales a otros lugares del universo, aunque era un viaje de ida sin retorno y no se sabía dónde terminaba. Empezaron a enviar naves a través de agujeros de gusano con la esperanza de que, fuese cual fuese la distancia, utilizasen el entrelazamiento cuántico para enviar un mensaje sin la deriva temporal. Una de cada ochocientas naves, todavía no tripuladas, envió información de su destino y, de estas, una de cada quinientas señaló un planeta habitable.

Había que arriesgarse, porque el mundo era un lugar superpoblado e inestable, así que empezaron a enviar individuos a través de los portales, en naves pequeñas. Al principio, solo una de cada cien enviaba una señal, indicando que había sobrevivido. De estas, solo una de cada cincuenta consiguió establecer las bases de una colonia y adaptar su organismo a las condiciones atmosféricas del nuevo planeta. Fue el instante en que se decidió enviar a miles de voluntarios, en un vano intento de aligerar el exceso de habitantes.

Eduard consideró su trabajo concluido y se apuntó a uno de los viajes, la promesa de un planeta habitable, aunque nadie sabía con seguridad lo que se iba a encontrar, ya que las señales que retornaban eran simples códigos que se distorsionaban durante el viaje.

Cuando Eduard atravesó el portal, sintió que, a su alrededor, se desvanecía todo aquello que no formaba parte de su naturaleza. Se encontró desnudo en un patio de cemento, descalzo en el frío suelo, aunque algo a su alrededor le resultaba familiar, y no era producto de una pesadilla, era real. Los contenedores apilados uno encima de otro, con las ventanas enrejadas, denotaban una vieja escuela, su escuela. De pronto, al aspirar, se dio cuenta de que el labio superior penetraba dentro de su boca desdentada. Se alzó y descubrió que estaba rodeado de niños a los que conocía y que lo miraban en silencio, sorprendidos de su desnudez. Una de las chicas, que llevaba un velo sobre la cabeza, le acercó la mano a la cara. «Eduard, le dijo, ¿qué has hecho?». «Tonto y feo como siempre», dijo otra que llevaba una falda muy corta.

El señor Rodríguez apareció gritando que se apartaran todos y llamó de forma estentórea a Eduard. «¿Qué demonios haces desnudo en el patio de la escuela?». «Ya es bastante dramático tener a un niño desdentado que afea la clase y provoca todo tipo de burlas para que encima montes estos espectáculos».

Eduard se dio cuenta de que había vuelto a un momento de su infancia, en el patio, y sintió un escalofrío, porque a sus espaldas tenía cuarenta años de conocimientos, y un poder desmesurado, pero enseguida advirtió que su memoria era como un río que se aleja del mar mientras borra todos sus recuerdos, y no tardó ni cinco minutos en volver a ser aquel niño desvalido y desdentado del que se burlaban todos. 

Como Eduard, miles de viajeros volvían a momentos anteriores de su vida cuando cruzaban a través de los agujeros de gusano, porque, en realidad, lo que hacían era un viaje a través del tiempo para volver a ser lo que fueron. Los que desaparecían, simplemente viajaban a ninguna parte, cuando todavía no habían existido, y se desvanecían en la materia oscura del universo, que ocupaba el lugar dejado por los astros en su avance por el firmamento. Esta materia oscura estaba formada por las almas perdidas de muchas generaciones que vivieron en millones de planetas e innumerables burbujas temporales. En esa oscuridad inescrutable ardía sin llamas el deseo desesperado de volver a encarnarse y aprenderlo todo de nuevo. Lo que no sabían es que volverían a querer escapar de una existencia que no era lo que ellos esperaban, un cortísimo espacio de tiempo en el que no hay tiempo de descubrir un solo ápice de la realidad, y que la verdad no es sino la búsqueda de una verdad que no podemos encontrar.