El café

Solo, por favor


Teníamos una vida por delante para contarnos todo aquello que vivimos antes de aquel café. Pero decidimos volcarnos en esas tazas como el bebedizo que dejamos para después. Míriam jamás ha sido tan guapa como ahora, pero recuerdo que entonces era, por lo menos, tan atractiva como siempre. Esa fatalidad fue la que me llevó a invitarla a un café.

Ambos solterones, disponíamos de tres opciones para celebrar el encuentro en torno al brebaje: vernos en una cafetería, reunirnos en su piso o tomarlo en el mío. La primera elección se habría supuesto la más ecuánime, pero se nos antojaba poco íntima para explayarnos a gusto con una grata conversación. Optamos por la singular compañía sabiendo de antemano que estábamos forjando una sólida amistad; de modo que nos quedaba elegir quién haría de anfitrión. Ella excusó su ofrecimiento alegando que le quedaban algunos detalles para adecentar el piso y que preferiría mostrármelo con las cortinas, los cojines y todas esas cosas que tan bien elige. Así, quedamos en el humilde piso alquilado en el que estuve morando desde apenas dos años atrás.

Llegamos con el coche a la vez, con la puntualidad de avezados atracadores de bancos. Aparcó un instante antes que yo y la vi acercarse con una colorida bolsa de papel. Al salir del coche, ya se había anticipado a la pregunta: «He traído unos bollitos de coco para el café», dijo sonriendo y zarandeando la bolsa levemente. Le devolví la sonrisa e inicié el paso hacia el portal sabiendo que seguíamos sincronizando el rumbo de aquella tarde. En el ascensor continuamos intercambiando leves frases sobre la arquitectura, la antigüedad del edificio y sobre las bondades de vivir solos. Cuando cruzamos la puerta de entrada, la llevé a la cocina y le mostré esto y aquello: las vistas, la cenefa, la funcionalidad de los muebles… Salimos y proseguí con la voz cantante por las restantes dependencias. Unos días después me comentaría que yo le había parecido un vendedor inmobiliario poco interesado en vender el piso. Me recordó con el ejemplo del dormitorio lo rápido que había pasado por allí, sin detenerme en lo que para ella era una acertada combinación de colores entre las cortinas, la lámpara y el edredón.

Volvimos a la cocina para preparar la cafetera italiana. Afortunadamente, los escasos cinco minutos hasta la evaporación pasaron rápidos; se empezaba a respirar cierta tensión de silencio. El vapor y el aroma nos sacaron del trance y en un plis plas vaciamos unos pocos bollitos de coco y unas galletas de mantequilla sobre un plato, serví café en dos vasos y, entre ella y yo, nos llevamos la premeditada merienda a la mesa baja frente al sofá. Mi naturalidad impostada se rompió cuando le sugerí esto: «La mesa de comedor es la que tengo en la cocina. Puedo traerla al salón y sacar dos sillas plegadas que tengo por ahí para las visitas. Porque quizá el sofá es demasiado…». Me miró abriendo muchísimo los ojos y atajó: «No hace falta, ¿no? Aquí se está bien». Asentí suspirando para mis adentros. El silencio durante la preparación del café había dado lugar a un intercambio de frases sin cohesión, a las que cada uno tratábamos de aferrarnos para consolidar un tema de conversación. Los vasos con café sirvieron para dar paso a la publicidad de tanto en tanto durante unos minutos. Hasta que ella dio con el tema adecuado: «¿Verdad que no se me nota?», preguntó señalando sus incisivos superiores. Sospecho que hice la pausa que hice para meditar mi respuesta. O, mejor dicho, para hacer balance de lo que nos había llevado allí y no pifiarla. Dirigí un dedo índice hacia el diente que decía haberse desportillado hacía unos días, con la mala fortuna de acariciar sus labios. Disimulé el azoramiento como pude: «Si no lo dices, ni se nota». Pero ella insistió: «No, pero sí, eh. ¿No te has fijado en que paso la lengua de vez en cuando?». Y ya no pude resistirme: «¿Dónde? ¿Aquí?», mascullé pegado a su boca. En segundos, nuestros labios eran uno.

Nos abrazamos, nos retorcimos de placer y nos metimos mano amarrándonos al mástil de Odiseo que nos habíamos dado como palabra de amigos. No supimos a ciencia cierta si habíamos sucumbido a los cantos de sirenas de nuestros cuerpos, pero pasamos la tarde a lo grande, como dos adolescentes de cuarenta años sin condones. Departimos entre beso y beso, entre el sabor de la lengua en el paladar y entre los dedos que van al pan. Íbamos de recurrencia en ocurrencia: del «Pleased to meet you» del Sympathy For The Devil al «I’m gonna give ya every inch of my love» del Whole Lotta Love, del abrazo reconfortante al color de la ropa interior y otros juegos florales. Aunque no nos faltó fuelle, no follamos. Ella tuvo que desprenderse de las bragas empapadas para volver a casa y yo tuve un amago de orquitis tras tanta fricción contenida.

Una semana después constaté con mis propios ojos el buen gusto que ha tenido siempre para vestir su casa. Tanto como el gusto que desde entonces ambos hemos tenido por desvestirnos en su casa o en la mía, con o sin café por medio.