Había mucha gente, pero, por suerte, logré hueco en el concierto coral que se ofrecía en aquella pequeña iglesia que se había sumado a las actividades culturales organizadas durante la Semana Santa. El programa incluía una sugerente selección de obras místicas que volaban por el tiempo, desde el Renacimiento hasta alguna compuesta este mismo año. A pesar de no ser creyente, la música sacra siempre me había atraído, no tanto por su capacidad para exaltar el espíritu religioso, que no lo ponía en duda, como por satisfacer las necesidades individuales, las mías al menos, de encontrar algo simplemente hermoso sin necesidad de otorgarle ningún otro sentido.
El coro estaba situado delante del altar, en lo que podríamos llamar el proscenio de la iglesia. Tras él, sobre el mismo altar, un gran lienzo, algo ajado y ennegracido por la dejadez y el paso del tiempo, hacía las veces de lo que en otras iglesias de más fuste eran los retablos de madera tallada. Aunque quizás fuera lo viejo de la tela y el motivo que en ella se representaba lo que aportaba una singular originalidad al edificio. En ella se veía a un adusto y sereno guerrero, montado a lomos de un majestuoso caballo blanco, quien, con su gran espada, a todas luces bendecida por su dios, y bajo la mirada escrutadora y complaciente de un ángel, imponía el peso de su severa mano de orden sobre otros personajes que confundían sus cuerpos en un agreste terruño manchado de sufrimiento y de mucho dolor. Puede que artísticamente no tuviera mucho valor, pero la grandiosidad de las figuras y el lugar donde estaba situada la tela daban un carácter especial al altar. Seguro que habría llegado a impresionar de haber estado más cuidada, limpia o restaurada. Para completar el conjunto, por todos los rincones había figuras de santos que parecían disfrutar con la imagen representada en el lienzo. Puede que alguno, incluso, en su pétrea gesticulación, gozara con la poco habitual concurrencia que llenaba el recinto y con el espectáculo coral que, una vez comenzado, parecía aportar una gran profundidad espiritual al espacio.
El público, entre el que yo me encontraba, era muy heterogeneo. Probablemente poco o nada creyente, como yo, aunque algunos, no lo dudo, seguro que estaban allí por motivos esencialmente religiosos y habían permanecido en sus asientos tras haber asistido a la misa anterior al concierto, como era habitual que sucediera en estos espectáculos tan determinados por el espacio en que se realizaban. No obstante, estaba seguro de que fundamentalmente era la música la que había concentrado allí a ese gran número de personas, ávidas de presenciar acontecimientos no demasiado habituales y con los que que, presumían, iban a encontrar sensaciones pletóricas de belleza musical.
Entre el respetuoso silencio de los espectadores, que el mismo espacio parecía hacer más profundo, y la intensa atención dirigida al grupo coral, un individuo de entre todo el público llamó mi atención. Podía verle bien desde el rebuscado lateral en el que me había situado. El hombre se hallaba situado en una de las primeras filas de asientos de la iglesia y permanecía con la cara cubierta y recogida en sus manos y con los codos apoyados sobre sus rodillas, con un aspecto de inmensa concentración en la música, o, quizás, de intensa emoción espiritual. Entre los adonais y los hossanas cantados, su figura parecía tan estatuaria como las que adornaban casi cada rincón del recinto.
Atrajo tanto mi atención que no pude dejar de observarle, a pesar de que quería dedicar todo mi interés a la música. A lo largo del concierto no levantó la cabeza en ningún momento y, en ese espacio mistificado por los elementos religiosos y por la música que se interpretaba, imaginé que su devoción debía de ser muy grande.
Vestía una chaqueta marrón de pana vieja, bastante desgastada y muy arrugada y sus pantalones eran de un tergal azul muy usado. Su cabeza, hasta donde yo podía ver, estaba casi sin pelo y tan solo unos cabellos vestían su calva sobre las orejas. Parecía un vagabundo, un maltratado por la sociedad, un alcohólico que había roto lazos con el mundo… aunque en ese ambiente musical, casi de trance contemplativo, a mí se me antojaba una figura poco humana, casi como la de una fiera en tensión, agazapada y en concentración absoluta antes de saltar sobre su presa. Con la dinámica mística de las canciones que sonaban en ese espacio tan especial, mi imaginación volaba y creaba historias sin fundamento acerca de la vida de ese individuo tan misterioso… que seguía sin levantar la cabeza del recogimiento que le ofrecían sus propias manos.
Solo cuando el concierto parecía haber llegado a su final, el hombre casi calvo de la chaqueta de pana marrón se irguió y, sin mostrar ningún agradecimiento a los cantantes, aplaudiendo como hicimos el resto del público, se levantó del banco, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida de la iglesia. Caminaba rápido y con la cabeza inclinada, como mirando sus pies. Con la gente levantada agasajando el buen hacer del coro no pude ver bien su rostro que, además, lo había ocultado casi en su totalidad al alzar las solapas de su vieja chaqueta.
Pese a que me hubiera gustado agradecer al conjunto cantante su interpretación, no pude reprimir mi curiosidad y, dejando atrás la más que probable propina musical que el público deseaba, seguí al personaje para tratar de ver su rostro y, por qué no, descubrir hacia dónde se dirigía con tanto apremio. Entre los aplausos y bravos del público, logré sortear los cuerpos y colarme entre los pocos huecos que había en los pasillos, procurando a la vez no perder de vista al hombre que, cabizbajo y con paso ligero, caminaba por el pasillo central, más despejado, hacia el portón de salida.
Cuando logré llegar al exterior me topé de bruces con algo inesperado: una fuerte tormenta primaveral había oscurecido tenebrosamente la tarde y dificultaba la visión con la densa cortina de agua que estaba cayendo.
Resguardado bajo los arcos de entrada a la iglesia y muy pegado a la pared, miré hacia todos los lados y logré descubrir al hombre de la chaqueta de pana marrón, quien, sin aparente recelo por la lluvia, dirigía sus pasos, lentos y relajados, hacia una estrecha calle que partía de uno de los laterales de la pequeña plaza donde se situaba la iglesia. Aunque no me apetecía demasiado mojarme, la desbordada curiosidad que me había despertado aquel tipo me dio el valor necesario para seguirle y, como él, caminé despacio, con las manos en los bolsillos y los hombros encogidos, en la misma dirección por la se marchaba. Lo extraño fue que, a medida que iba caminando, no sé si por efecto del aguacero o quizás por alguna extraña distorsión de mi mirada con esa luz vespertina oscurecida por la tormenta, tuve la sensación de que la figura de aquel hombre se iba disolviendo entre la lluvia. Parecía que estuviera perdiendo la corporeidad y que su cuerpo estuviera desintegrándose entre las gotas que mojaban la calle.
Apreté el paso y, aunque debía de estar acercándome a él, cada vez me costaba más enfocar su silueta caminante. Cuando estaba entrando por la calleja hacia la que dirigía sus pasos, el aspecto de ese hombre no era ya sino una leve sombra que casi no podía distinguirse. Como si se hubiera convertido en humo o se hubiera vuelto traslúcido, ese individuo se había esfumado delante de mis ojos, había desaparecido de mi mirada, se había evaporado ante mí.
Miré hacia todos los lados, hacia atrás, donde la gente se agolpaba en la entrada de la iglesia esperando a que escampara la lluvia, hacia las fachadas laterales por si alguna puerta hubiera podido ser la vía de escape del hombre… Pero allí no había nada, nadie. Tan solo yo, empapado y confundido. Y la lluvia, que no dejaba de caer. Miré mis manos sin moverme del lugar, tan mojadas que por un momento sentí que podía ver el agua que caía hasta el suelo a través de ellas…