El bicho

Escalofríos

 

Juro que lo vi. Nadie me ha creído nunca, pero aseguro que aquel día estuve con un extraño ser que jamás había visto antes, un animalejo que no se parecía a nada vivo que yo conociera.

Entiendo que la gente no haga caso de lo que cuento. Sé que tienen sus propios problemas y que tomar en serio mis palabras sería para ellos una carga añadida, innecesaria en sus vidas. A veces se burlan de mí cuando relato este encuentro. Otras, me toman por loco y, en muchas ocasiones, hacen como que no existo.

No me importa. Aparecerá alguien que me crea. Porque, lo repito, estuve con ese pequeño monstruo… ese animal, o lo que sea, que me ha transformado por completo.

Puede que sea por eso por lo que no me creen. No sé cómo definir lo que vi, me cuesta mucho explicar aquel raro avistamiento y me aturullo al contarlo. Nunca he sabido hablar bien, como hacen las personas importantes. Soy un pobre pescador que nunca pudo ir a la escuela y no tengo más estudios que los que me ha proporcionado el trabajo en el mar al que me vi obligado desde muy niño. No soy listo. No tengo palabras suficientes para poder explicar las cosas y las palabras que sé las uso con pocas luces y escasa inteligencia.

Eso nunca había sido un problema para convivir tranquilamente con mis vecinos; algunos de ellos eran mis amigos. Sin embargo, desde que me encontré con aquella criatura y quise contárselo a todos, el pueblo entero me dio de lado y me ha hecho el vacío, como si hubiera cogido la lepra o la peste. Y nadie, nadie, se ha detenido un rato a tratar de comprender lo que intento contar desde aquel día en que vi al bicho.

A lo mejor es porque no quieren escuchar lo que les cuento, que suena a algo parecido a una advertencia. A lo mejor les da miedo lo que puede surgir de mis palabras, que no son más que lo que entendí o creí entender de lo que me dijo aquel ser… Porque aquel ser me contó cosas.

No me habló como hablamos las personas. No le vi mover nada que a mí me pareciera una boca con la que poder hablar. No sé realmente cómo me contó lo que me pareció escuchar dentro de mi cabeza. Puedo asegurar que escuché cosas que parecían proceder de aquel organismo. Me da mucho coraje no saber contar con claridad lo que sentí en aquel momento en el que oí palabras procedentes de algo raro que apareció entre las pocas sepias que había logrado capturar con la red aquella noche.

Fue así como ocurrió. Salí al caer la tarde para recoger las redes que había dejado el día anterior y lograr lo que trato de hacer desde hace tantos años, casi toda mi vida, sobrevivir con lo poco que puedo capturar con mi modesta embarcación y mis limitadas artes en la mar.

El tiempo estaba sosegado y, como tantas veces, me dispuse a pasar la noche entre el trabajo y el mundo inmenso que se agitaba suavemente a mi alrededor. No sé bien cómo decirlo. Siempre me he sentido afortunado con la actividad que tengo para ganarme la vida. No es un trabajo sencillo; a veces, incluso, es incómodo y hasta peligroso, pero, de una manera u otra, he logrado disfrutar con lo poco que sé y con lo que me veo obligado a hacer para sobrevivir. No hay nada comparable con pasar una noche bajo un cielo despejado (como lo fue el de aquella noche), con infinitas estrellas sobre mí y una mar calma, reposada y silenciosa. Pocas cosas he podido disfrutar tanto como tomar unas cervezas mientras avanza la barca hasta llegar a los puntos donde he dejado las redes, notando el inmenso cielo encima de mi cabeza y sintiendo una calma que nunca he podido sentir de la misma manera ni en mi propio hogar ni entre mis vecinos.

No es que me queje. Es que nada puede compararse con eso. En mi barcaza y en la soledad de la noche puedo sentir lo que nunca ha sabido darme nadie en el pueblo. Allí estoy únicamente conmigo. En el pueblo siempre me han considerado un raro, un solitario o no sé muy bien qué, y siempre me han dejado un poco de lado, aunque, también tengo que decirlo, sin ser ofensivos ni desagradables. Es en esa solitaria navegación cuando noto que no necesito nada más que mirar hacia arriba y tomar algún trago para saber que hay momentos en los que merece la pena vivir.

Pero me estoy liando. No es eso lo que quería contar, sino mi encuentro con aquel ente desconocido que apareció atrapado entre las redes de mi barco.

Tras unas cuantas horas recogiéndolas, con bastante poca suerte, entre algunas sepias y algún que otro pescado, apareció un pequeño ser. Al verlo y no saber qué era aquello, me asusté y me eché hacia atrás esperando que hiciera algún movimiento para saber cómo tenía que reaccionar ante él.

No era mayor que un zapato, por decir algo, y su textura era parecida a la de las sepias, algo viscosa y de aspecto resbaloso. Claro que acababa de sacarlo del mar y el agua mojaba todo lo que parecía su cuerpo. Un cuerpo de color blanquecino que me hizo pensar que podía tratarse de algún calamar, aunque no se den de ese tamaño por la zona donde pesco. Además, era de noche y no podía distinguir bien los colores…

De una manera extraña, pareció ponerse en pie. Sí, se irguió, aunque nada me indicaba que su abajo fueran pies y su arriba una cabeza. La forma que tenía no era estable o firme, parecía que estuviese burbujeando, latiendo u oscilando, lo que hacía que no mantuviera una estructura fija sino que, por dar un ejemplo para que se entienda, cambiaba como lo hace algo que hierve dentro de un horno.

Sé que no lo explico bien y que resulta difícil hacerse una idea de lo que vi. A mí también me parece extraño pensar en aquello y a veces imagino que fue una alucinación o un sueño. Pero no; sé que ocurrió de verdad, que no estaba borracho y que entre las redes que saqué del mar, mezclado entre algunas pocas sepias y otras capturas, un extraño ser se me mostró, se levantó, o lo que fuera que hizo… y se comunicó conmigo.

Cuando lo vi, me medio escondí como pude y me mantuve vigilante por lo que pudiera hacer. Jamás había visto nada parecido y nadie me había hablado nunca de nada que se le asemejase. Estaba muy asustado y eso que de entre las redes he sacado muchos bichos raros a lo largo de mi vida. Pero este no era como los que habitan el mar. Al ver su forma supe que no era un pez, ni un molusco, ni nada que fuera común en las aguas.

Expectante y temeroso, vi cómo se izaba y así se mantuvo largo rato, palpitando. Lo más raro es que, a medida que pasaba el tiempo, disminuía mi ansiedad, desaparecían el miedo y la angustia por encontrarme solo ante un ser inesperado y muy extraño. La sensación que tuve es que estaba frente a algo que no era peligroso, ante una especie que, aunque desconocida, no solo no quería hacerme daño sino que, no sé muy bien cómo decirlo, estaba ahí para comunicarse conmigo.

Poco a poco fui acercándome al ser viscoso hasta que acabé sentándome muy cerca de él, con mis ojos a la altura de donde estaba. A la vez que una creciente confianza en el bicho, el suave vaivén con el que se mecía la barca en el mar parecía acentuar el sosiego y la paz que, cada vez más, estaba sintiendo. No sé cuánto tiempo estuve frente a él, mirándolo fijamente, como si me hubiera lanzado un hechizo, como si me hubiera hipnotizado. Me sentí bien, tan bien como nunca antes me había sentido. Creo que no pensaba en nada concreto y me limitaba a observar. Todo lo que puedo decir de aquel ser debo de haberlo pensado después, cuando desapareció, en los días posteriores, durante la vida tan diferente que llevo vivida desde que tuve aquella aparición.

Creo que en aquel momento mi mente estaba totalmente vacía. Creo que fue aquel ser el que me hizo estar así y que lo hizo para que en mi cabeza hubiera espacio suficiente para entender, oír o pensar lo que me contó.

Insisto en que no había nada en el bicho que a mí me pareciera boca, ojos, pies, manos… nada, ni comparándolo con los animales ni, mucho menos, con las personas. Pero en aquel momento, yo, sentado, relajado, en paz y con la mente vacía, sentía que aquel ser estaba erguido y dirigiéndose a mí para contarme algo… sin sonidos, sin palabras, pero que se me hizo comprensible de alguna extraña manera, que entendí y aprendí para cambiarme la vida.

Así estuve mucho tiempo, con el bicho bamboleándose y palpitando frente a mí, expectante y tranquilo en un mar pacífico y una noche despejada sobre nosotros. Las horas, que yo no sentía pasar, se sucedieron unas a otras y en el momento en el que la oscuridad de la noche se rompió con un velo de claridad asomando por el horizonte, el bicho hizo un movimiento algo más brusco y, eso me pareció, saltó por la borda, desapareciendo entre las aguas, aún oscuras, del mar.

Quedé como aletargado durante un tiempo hasta que el sol me deslumbró en los ojos y pude salir del estupor en el que estaba. Como si estuviera todavía hechizado, acabé con mi tarea de recoger las redes, seleccionar las capturas y clasificarlas en cajas y regresé a tierra. En paz. Así me sentía, en paz.

Pero un desasosiego, una comezón se estaba incubando dentro de mí. Como quien recuerda de repente imágenes o palabras de un sueño olvidado, al amarrar la barca y mirar a mi alrededor tomé conciencia de lo que el bicho me había contado. Eso perturbó, y mucho, el estado de serenidad que tenía. Me alteró hasta el punto de que durante varias noches salí de nuevo con la barca para tratar de encontrar otra vez a aquel ser tan extraño. No salí a pescar. Solo quería encontrarlo de nuevo para que me repitiese lo que creí oír y que, desde entonces, no ha dejado de resonar en mi cabeza. Aquello que, desde entonces, he tratado de contarle a quien quisiera oírme. Nadie ha querido escuchar. Nadie ha parado un instante en sus rutinas para prestar atención a mis palabras, a las palabras de, según ellos, un alucinado que se ha vuelto loco y que dice que un bicho viscoso y oscilante le contó algo.

Sí, me tratan de loco, me ignoran… Yo moriré en pocos años y se perderá para siempre la terrible advertencia que aquel ser me comunicó. Aunque, quizás, de hacerse realidad, desgraciadamente el mundo sentirá que nunca he mentido y que aquello fue verdad. Ojalá la sociedad pare un poco en el frenético consumo en el que se ve inmersa. Porque de ese asunto trata lo que me contó el bicho. Profetizó que algún día, no muy lejano, el mar vomitará sobre nosotros toda la basura, toda la inmundicia que estamos vertiendo en él.

Y nos ahogaremos todos en nuestra propia mierda.


Más artículos de Herrero Javier

Ver todos los artículos de