El «azatot» en la guerra con Rusia

Cruzando los límites


Primera línea de combate. Frente ruso en retroceso. Un cuerpo femenino avanzado del Ejército europeo se infiltra en el sur de Rusia.

Dos días después, el desastre.

Lo primero que percibió cuando despertó fue que estaba encerrada en una especie de granero, donde había otras mujeres desnudas e inconscientes sobre el duro suelo de cemento. Primero no las reconoció, por su desnudez, pero luego se dio cuenta de que eran sus compañeras en el volador, esbeltas y fuertes, respirando como henchidos percherones, no como ella, presa de temblores y huesos que querían escaparse de su cuerpo. Quiso despertarlas, pero no pudo, debían estar anestesiadas. No entendía por qué estaba desnuda hasta que miró a través del cristal sucio de la ventana. Vio a un grupo de hombres armados que se reían señalando la granja, como si se estuvieran rifando a las mujeres y calculando cuándo iban a violarlas. Tuvo la sensación de que sus órganos genitales se contraían. Pero no lo suficiente, solo como una premonición.

Ella no tendría que haber estado allí. Se crio en Barcelona, con veinte años la convencieron para que ingresara en el Ejército Europeo. Pagaban bien, buenas experiencias. No empezó mal, en Heidelberg, donde se había desarrollado la primera inteligencia artificial militar europea, y le colocaron un bonito implante en la cabeza. Luego, la enviaron a la base aérea transferida de Ramstein, en la Selva Negra, donde los implantados aprendían a utilizar Atenea Promacos, una red militar de satélites conectada a los chips de carbono y neodimio que les atravesaban el cerebro y que, si iban mal dadas, podían generar opiáceos. Muy útiles, hasta que dejaban de funcionar, porque los rusos tenían un arma secreta: el azatot, una bomba de neutrones que neutralizaba las radiaciones.

Los soldados entraron en la habitación. Eran cuatro. Tenían el rostro aplastado de quienes no han desarrollado todas sus funciones cerebrales, apenas se les veían las ranuras de los ojos, tenían la nariz pequeña como los yakuzos, la boca eslava de serpiente octogenaria, no se abriría para coger aire aunque se estuvieran asfixiando en una atmósfera marciana. Se miraban, sorteando quién la violaría primero a riesgo de hacerse sangre y quién encontraría su vagina más deslizante y aburrida, teniendo que provocar su dolor para excitarse.

Una semana después, en los últimos minutos del sueño terapéutico, lo revivía como si le estuviera sucediendo otra vez. ¿Así era la terapia de recuperación? Tenía que recordarlo todo. No habría una versión en otra dimensión en que no fuera a la guerra, no se bajara de su volador para pisar las tierras negras y húmedas de la planicie ucraniana, al borde de las grandes excavaciones para extraer tierras raras.

Cuando el volador perdió fuelle atravesado por el láser y no murió nadie, pensó que habían tenido mucha suerte, pero luego vinieron las ondas que anularon todo su armamento, su implante quedó ciego y mudo, desconectado, y aparecieron los cosacos a caballo, inmunes a la modernidad. Tenían manos pequeñas pero fuertes como tenazas, quizá la culpa fue de ella, que le rompió la nariz a uno de ellos, pero eso lo pensó cuando la tiraban sobre el fardo de paja de aquella granja destripada. Le rompieron la nariz y los dientes, y su promaco, al que ella llamaba Calipso, como la nereida de las aguas, no pudo desconectar su sufrimiento ni producir las hormonas que necesitaba, porque estaban en un azatot limpio de radiación, una cámara de Faraday atmosférica provocada por una explosión neutrónica que duraría horas, sin que durante ese tiempo nadie pudiera saber lo que pasaba.  

Se desmayó y, cuando se despertó de nuevo, el dolor era lo de menos. Estaría contenta si no la mataban, porque no hay nada que no pueda recomponerse si el corazón sigue ejerciendo sus funciones y el cerebro sigue generando una conciencia con su nombre. Pero se había hecho ilusiones vanas. Le rompieron los brazos para que dejara de golpearlos en un error de ella cuando no pudo soportar el dolor y no conseguía desmayarse otra vez, le volvieron la cara para que no se ahogara en su propia sangre y estaban a punto de reventarle las tripas cuando el azatot se desvaneció, algo que los cosacos advirtieron enseguida con sus propios implantes, como si una burbuja estallara en el aire, Calipso se conectó con el satélite y en pocos segundos una fuerza robótica de Diomedes irrumpió en el pajar. Los cosacos apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de ser destripados como cerdos.

Demasiado deprisa para Virginia, que los miraba desde sus enrojecidas pupilas, sin poder pensar en otra cosa que en la inyección que acabaría con el dolor, el traslado y la recuperación en la burbuja de antinoo líquido que le estaba devolviendo la salud y trataría de minimizar, pero no borrar, todos los recuerdos que afloraban en aquellos momentos como de una bengala en plena ignición.

No se borrarían, pero los recuerdos se desvanecerían en su mente como los peores sueños, algo que pasó y no quieres que vuelva a repetirse, y que te mantiene a distancia de la desesperación.

Muy pronto, cuando saliera del antinoo, no sabría si aquello había sido un sueño, parte de la preparación, o había sucedido en realidad. Así es la vida en el ejército, desde que Europa decidió enfrentarse a los gigantes asiáticos y la propaganda atrajo a jóvenes aburridos de una existencia sin trabajo y harta de ocio a las trincheras, el sobrevuelo de territorios quemados, el enfrentamiento, el dolor y luego el olvido, para no vivir el resto de la vida en el estercolero de su propio cerebro.