—Mañana domingo, por la tarde, te pasas por la biblioteca del Ateneo y preguntas por mí. (…)
—Recuerda, mañana, en el Ateneo —sentenció el librero—. Pero trae el libro, o no hay trato.(…)
Anochecía cuando salimos de nuevo a la calle Canuda. Una brisa fresca peinaba la ciudad.
Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento
Cuando has estado en una biblioteca y una librería singulares y has vivido momentos entrañables con personas admirables, con libros antiguos y modernos, en un jardín romántico y en escalinatas nobles, la memoria te retrotrae a aquellos tiempos pasados y te aparecen imágenes y recuerdos imborrables.
A los dieciocho años me inscribí en el Ateneo Barcelonés de la calle de la Canuda, 6, con el beneplácito de tres ateneístas, como dictaba la norma: «tener cumplidos los 18 años y el aval de tres socios». Me asocié a ese centro cultural porque tenía la biblioteca abierta los siete días de la semana. En los años setenta el Ateneo dependía del Ministerio de Información y Turismo y las juntas directivas eran adictas al Régimen del dictador Francisco Franco.
En mi primer día en el Ateneo, el conserje me dijo que era el socio más joven. A mí, el espíritu y el ambiente de esa entidad me llenaban de curiosidad y me gustaba observar qué tipos de lectores iban a la biblioteca; cómo se agrupaban los socios en las charlas; cómo se reían en las salas; cómo se criticaban entre algunos, pero luego lo negligía: para mí el Ateneo era simplemente un centro de cultura y yo, un estudiante que buscaba el silencio de una biblioteca.
En el Ateneo había sujetos con carrera y sin carrera, personas de letras y de ciencias y, por las habladurías de la gente, descubrí que, entre los socios, coexistían diferentes -istas: franquista, falangista, monarquista, catalanista, rentista, bolsista, socialista, comunista…
La biblioteca, situada en el primer piso, fue el lugar en el que pasé más horas. Desde sus ventanales veía el jardín interior del edificio. Las salas de conversación con sofás y butacas, el bar y el jardín romántico con las palmeras, los peces de colores y las tortugas, fueron los lugares de diálogo y de pasatiempo con otros ateneístas.
En la biblioteca leí una antología poética rompedora con la literatura tradicional de aquel tiempo: Nueve novísimos poetas españoles (1970), elaborada por José María Castellet, quien reunió a poetas influidos por la cultura pop, el esteticismo, la metaliteratura, el experimentalismo, el surrealismo…; los nueve novísimos eran: Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Ana María Moix, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Leopoldo María Panero, José María Álvarez y Antonio Martínez Carrión; era una poesía hermética y con cierta dificultad de lectura, quizás por eso resultaba más interesante a los jóvenes lectores de poesía que anhelaban romper con el establishment literario del Régimen carpetovetónico.
El Ateneo también fue alguna vez mi refugio cuando nos manifestábamos frente a los furgones de la policía aparcados en la plaza de Catalunya, delante del Café Zúrich. Un día, los grises nos persiguieron por la calle de Canuda y estuvieron a punto de cazarme, pero no osaron subir por la escalinata de piedra noble y señorial del palacete del Ateneo, en donde me adentré.
Una tarde, en el jardín, durante una tertulia sobre el devenir de la entidad, nos presentaron a una joven escritora: Montserrat Roig,que había obtenido en 1970 un premio literario por los relatos Molta roba i poc sabó… i diuen que la volen neta. Cuando ella hablaba —tenía carisma y el don de la palabra—, los demás la escuchábamos con admiración. En dos ocasiones intercambié unas palabras con ella y luego me interesé por su narrativa posterior, seguí en televisión las entrevistas que hacía y leí su investigación Els catalans als camps nazis (1977), que presentó en el Ateneo Barcelonés y que al año siguiente se publicó en castellano con el título antepuesto de Noche y niebla. Montserrat Roig (Barcelona, 1946 – 1991) trabajó soterradamente con otros ateneístas para democratizar la institución. Nos dejó en el año en el que publicó Digues que m’estimes encara que sigui mentida (1991), una reflexión sobre el placer solitario de escribir y el vicio compartido de leer.
En el número 4 de la Canuda, al lado del Ateneo, estaba la Sala de arte librería Canuda, también conocida como Librería Cervantes —hoy ya no existe—, que era como un almacén de libros antiguos y de segunda mano. Algunos lectores llegaron a pensar que el escritor Carlos Ruiz Zafón (Barcelona, 1964 – Los Ángeles, 2020) se inspiró en esa librería para crear El Cementerio de los Libros Olvidados, en la tetralogía que inició con La sombra del viento y que acabó con El laberinto de los espíritus, pero el autor ya puntualizó en una entrevista en La Vanguardia que su Cementerio se inspiró en una librería de Los Ángeles, ciudad en la que residía.
En la librería de la Canuda compré, si mal no recuerdo, libros de Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Joan Maragall, Josep Pla, Mercè Rodoreda, Julio Cortázar, Friedrich Nietzsche, Hermann Hesse, entre otros, y algunos premios Planeta del momento, como Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún; La muchacha de las bragas de oro, de Juan Marsé o Los mares del sur, de Manuel Vázquez Montalbán. Un día, y eso lo recuerdo bien, vendí a la librería unos libros de mi casa para poder comprarles un poemario de Federico García Lorca que asomaba en el escaparate de la librería: Poeta en Nueva York.