No exigimos al cielo que dé explicaciones, ni que justifique la intensidad de su azul; tampoco las nubes explican cómo se amontonan, ni siquiera nos dicen si fue Zeus quien las puso así.
Algún manierista florentino acumuló las nubes a modo de trampantojo creyendo imitar a la Naturaleza y lo hizo sin saber que, siglos más tarde, el figurín de Oscar Wilde diría que la naturaleza es quien imita al arte. Este dandi inglés era un esteticista que soltó casi tantos aforismos como Borges.
Cuando nos preguntamos qué significa una obra de arte, estamos reduciendo su capacidad de comunicación a la mitad, a la mitad por lo menos. Hacemos caso omiso del aspecto formal y sólo parece interesarnos el argumento.
Argumento o asunto ya residen en la forma, esta es, en sí misma, razón, tesis y contextura.
El arte ha escrutado los mundos primordiales, ha planteado el orden de la noche y de las sílabas, ha lanzado su mirada sobre el progreso de las llamas, ha medido la altura del vuelo de la alondra y ha mostrado, en fin, la huella más o menos vacía del hombre.
Estas presencias naturales son así. Son como son, transidas de datos, con sus contenidos dibujados; porque así fue como el arte nos transmitió su legado.