Gracias al consumo, los artistas pop consiguieron acabar con el arte como revolución. Se cargaron la estética de la razón.
La tarjeta de crédito contribuyó con eficacia a la extinción. El chip electrónico insertado en ella permitió el acceso a ciertas aventuras espirituales que luego se liquidan a plazos.
Con su extrema ingenuidad, su voluntariedad generosa y su teorización exacerbada aquellos artistas entusiastas de la sopa Campbell, gafapastas y modernos todos, pretendieron cambiar la historia y siguiendo las consignas de Rimbaud actualizaron las injurias a la Belleza.
Con la euforia conseguida después de tanta revolución y de tanto asalto al Palacio de Invierno, algunos entraron en la cocina y se dieron a la teología de la alimentación.
¡Ah, revolucionarios!, mientras la postmodernidad gastronómica se regocija con la esferificación de la mortadela o los huevos glaseados con boniato, los parias de la tierra deberán conformarse con unas alitas de pollo mal fritas en aceite de palma manipulado o comerse un Big Mac.
Yo, amigos míos, me quedo con los postulados de la vanguardia europea y con los macarrones.