El anacoreta inclusivo

Vecindad



En el quinto exterior izquierda vive uno de los personajes que más me intriga de esta comunidad de vecinos. De él no sé prácticamente nada, ni yo, ni Serafín, el curioso barman curioso del Bar Ullo, ni nadie del edificio, según creo. Quizás sepa algo la vecina cotilla del tercero cuarta, Margarita, que lleva aquí tanto tiempo viviendo que se diría que es más antigua que el mismo edificio que la alberga.

No tengo claro ni su nombre ni casi nada de él (o de ella). Solo pude verlo en una ocasión. Utilizo el neutro para referirlo porque no me quedó claro si se trataba de un hombre o de una mujer. Bajando por la escalera un día coincidí al pasar por su descansillo cuando abrió la puerta para recibir la mercancía de un repartidor de comida. A través del hueco de la puerta semiabierta (o casi cerrada) pude ver a una persona muy enjuta, baja y casi desdibujada por la escasa luz que incidía sobre él (o ella). Saludé con poca convicción de que me oyera y continué el descenso, peldaño a peldaño. Por supuesto, no recibí respuesta a mi saludo del inquilino del piso. No tengo claro si el repartidor dijo algo, aunque no tardó en adelantarme en la bajada de la escalera, cuando se iba a continuar con sus repartos y, entonces sí, soltó un saludo (sorprendentemente cordial).

A quien vive en ese piso, sea quien sea, lo denomino El anacoreta inclusivo, por ese detalle de no saber de qué sexo es, algo que ni el camarero del Bar Ullo ni la cotilla de la finca me han aclarado. Por esta última sé de algunos detalles que no tengo la certeza de que sean reales o surjan de la invención de Margarita, muy dada a exagerar demasiado sus sesgadas y desconfiadas opiniones de los demás (¿qué dirá de mí?). Está claro que Margarita no es la fuente de información más fiable que pueda encontrarse.

En cualquier caso, por ella sé que ese/a propietario/a llegó al edificio al poco de que este fuera construido, solo un par de meses después de que Margarita y su, ya fallecido, marido ocuparan su casa, la primera que se habitó. Han pasado muchos años de eso y la vecina cotilla cuenta que no puede recordar bien el aspecto de esa persona nueva pese a que, al ser un edificio recién estrenado, ella y su marido estaban deseosos de tener vecinos con los que compartir ese nuevo proyecto de vida que, en aquel entonces, estaban iniciando.

A ella, “¡qué joven era!”, apunta, le pareció un personaje raro, como “amanerado”, pero no le quedó claro si era un hombre “flojito” o una mujer “marimacho”. Me dice Margarita que ahora esas cosas no se miran mucho pero que, en aquellos tiempos, esas personas tan “pintorescas” eran examinadas con lupa y bastante criticadas “por todos” (extendiendo, con ese todos, su insatisfacción con la humanidad al resto del mundo).

Sin embargo, parece que no le dio mucho tiempo de criticar nada porque poco tardó el recién llegado en reformar su casa, “¡recién construida!”, apunta Margarita, para adecuarla a su gusto. Nadie, ni el presidente de la Comunidad (a la sazón, el marido de Margarita), entró nunca a ver el resultado de la reforma y solo los operarios que la hicieron pudieron ver algo del interior, aunque tan solo el espacio que cada uno reformaba, pues las demás estancias se cerraban cuando alguno trabajaba en una de ellas.

Nadie, al fin, ha podido ver cómo quedó el piso y se dice que lo ha construido para no necesitar salir nunca de él, ya que desde entonces nunca se ha visto al Anacoreta inclusivo fuera de su casa (ni dentro). Parece que pide todo lo que necesita por internet (antes, por teléfono) y se lo hace llevar a su inexpugnable morada.

Por curiosidad, he mirado en su buzón y en él hay primorosamente escritos los nombres de cinco personas, dos apelativos claramente masculinos, otros dos sin duda femeninos y otro más que podría decirse ambisexual.

Ilustración: Javier Herrero, Dibujo sobre papel de caca de elefante