Un Belén se ha montado en el escaparate de la tienda de enmarcación, espejos y cuadros. Tres dromedarios hunden sus pezuñas en dunas de azúcar granulado y temo que huestes de cucarachas, de hormigas o de moscas famélicas, detecten esta evocadora despensa y se lancen a profanar el diorama que con tanto mimo ha instalado el dueño del negocio. Si esto ocurriera, las ovejas de barro, que están apostadas en esa colina coronada por un castillo de Herodes levantado a base de terrones blancos, se las tendrían que ver con insectos voraces que las vapulearían con sus patas crujientes, con sus antenas pimpantes. Si esto ocurriera, la chavalada del barrio podría asistir, aferrados a sus latas de bebidas energéticas con sabor a tóxica piruleta de cereza jarabeloide, a un gratuito espectáculo de razia oriental entre las palmeras de juguete y la mula y el buey y la virgen y el niño y el pobre San José: todos de plástico.
Las hormigas, granito a granito, las cucarachas, terrón a terrón de azúcar, desembarazarían el paisaje, en el que este pesebre de comercio de barrio se asienta, del elemento original que lo distingue: la blanca materia que las veces de arena desértica hace.
Del mismo modo, si roemos turrones, si lamemos almendras falsas rellenas de crema, con doble casulla de oblea insípida, si acabamos con todos los polvorones (con su ajonjolí, con su aparente solidez que se desmorona: delicias deleznables), si devoramos cuanta materia dulce se nos ofrece en Navidad como anzuelo, como reclamo de memorias sensoriales antiguas, del mismo modo, digo, que hormigas, langostas y otras voraces criaturas gregarias y rendidas a la adicción al azúcar, dejaremos limpio el escenario y sobre el escaparate desnudo destacarán los pocos símbolos no fungibles, sólidas ruinas que consumir no se puede. Se verán a la legua, al menos por aquellos que no hayan caído en el pesado sueño de la siesta que todo atracón desata. Dulce Navidad tengamos. Seguiré contando.