Don Máximo, Máximo y Max

Casa de citas

Don Máximo y El Extraviado, en una representación de El Relevo, de Celaya.



Hablaba la otra tarde con Albert, un chaval que eventualmente hace teatro profesional (quiero decir que alguna vez se sube a los escenarios y cobra por ello, y no que finge ser lo que no es en el teatro de la vida) y convinimos en que ponerse en la piel de otro supone un aprendizaje para el actor, un aprendizaje que acaba influyendo en la propia trayectoria. Nos pareció que dedicarse al teatro permite ver el mundo con otros ojos y entender mejor lo que se hace. Algo parecido sucede cuando leemos una novela o vemos una buena película, aunque hacer algo no es lo mismo que contemplarlo. A través de la conversación fuimos cayendo en la cuenta de que el actor multiplica sus experiencias sin arriesgar demasiado y, gracias a ello, puede alcanzar algo más de claridad en su vida diaria.

Entonces le hablé de mi experiencia personal con el teatro: resulta que me he pasado la vida representando El Relevo de Gabriel Celaya, en los escenarios y en la vida real, y he ido cambiando de personaje a medida que acumulaba años, experiencia y obligaciones. He interpretado el papel de novio, de extraviado, de guarda del parque y, a veces, me aproximé al papel de don Máximo, un señor muy pomposo, empeñado en volverse estatua de mármol. En la vida real pasé de ser hijo a ocuparme de mis propios vástagos, dejé el trabajo provisional por una plaza de funcionario, abandoné los dogmas juveniles en favor del escepticismo y, a día de hoy, me dejo llevar por la molicie del jubilado, alejándome todo lo que puedo de ese don Máximo que tanto me repugna. Debo admitir, pues, que los personajes de El Relevo me han ayudado a orientar mi vida y a tomar decisiones sin equivocarme demasiado. 

Por su parte, Albert, que es joven y entusiasta, me confesó que en su corta trayectoria teatral había podido representar (¿vivir?) situaciones que le parecían impensables (¿quizá inalcanzables?) en la vida real, y que ahora, a punto de profesionalizarse en la escena, se veía capaz de asumir nuevos retos, en el teatro y en la vida. Sin embargo, le advertí, cualquier profesionalización es eventual, y dura lo que dura.

Pero hablemos de don Máximo, el protagonista de El Relevo, que para eso lo hemos traído a escena. Gabriel Celaya escribió El Relevo en 1964. Fue una obrita que no alcanzó mucha difusión, ni se representó demasiado, quizá por su condición de juguete escénico. Celaya consideraba El Relevo un divertimento poético, aunque en ella iba tan lejos como la censura de la época le permitía.

El personaje central de El Relevo es un tipo empeñado en pasar a la posteridad. Encaramado en un pedestal del parque y vestido con terno y chistera, don Máximo abre la representación con aparato oratorio y voz campanuda:  

«Señoras y señores: el elevado lugar que ocupo les dará a entender que soy un hombre ejemplar. Desde pequeñito tuve vocación de estatua. Y hoy, al llegar a mi florida madurez, patrocino en mi ciudad el mantenimiento del orden y la defensa de las buenas costumbres. Cierto que aún no me he vuelto completamente de mármol. Pero como ustedes notarán, me falta ya muy poco pese a que no siempre resulta fácil aguantar a pie firme y con cara impasible lo que algunos ciudadanos hacen y dicen delante de mis respetabilísimas y aún bien conservadas narices. Quizás ustedes crean que una estatua no sirve para nada. Quizás piensen que las estatuas no somos más que una especie de pisapapeles. ¡Ah, señoras y señores, qué gran error! Si las estatuas no brindáramos el ejemplo de nuestra aplomada vulgaridad y de nuestro voluntario convencionalismo, el orden se descompondría y todo el mundo cedería a la tentación de hacer lo primero que le viniera en gana».  

Desde su atalaya, don Máximo vigila el mundo. Su presencia pone freno a la fantasía, evita el desorden y obliga a que las cosas sigan como están, para que hoy sea como ayer, mañana como hoy y siempre igual. «¡Y que se fastidien los poetas!». Al caer la tarde, baja del pedestal y se va a dormir a casa, donde su abnegada esposa no acaba de comprender el pétreo afán de su marido. ¡Con lo fácil que sería conseguir un puesto de concejal del Ayuntamiento o la Presidencia de un equipo de fútbol! Pero tales cargos son poca cosa para don Máximo, que quiere inmortalizarse en vida y leer lo que dicen los periódicos con motivo de su transformación en estatua de mármol.

Descubrí la obra de Celaya haciendo teatro universitario a principios de los setenta. Con la ayuda del profesor de literatura, montamos El Relevo en la facultad de filosofía de Castellón y la representamos en algunos pueblos de la comarca. Entonces me tocó interpretar el papel de novio, por edad y por mi aspecto pasmado. Igual que el personaje de Celaya, yo ignoraba el destino que el mundo me tenía preparado. Entraba en el parque de la mano de mi novia y con actitud bobalicona me despachaba diciendo: 

«¡Qué bonito es pronunciar Paramaribo, recitar la tabla de multiplicar del cinco! Pero, ¿por qué no cantan hoy los pajaritos? ¡Los pajaritos y tú, Simona, eso sí que es bonito!». 

Y entonces ella me miraba arrobada y advertía:

«¡No digas locuras, Perico! Si mi papá te oyera, no nos dejaría casarnos. El amor es una cosa muy seria. Debemos de aburrirnos como Dios manda». 

Y su papá, obviamente, nos oía, encaramado en su pedestal, porque Simona era la hija de don Máximo, la estatua. En la obra también se explicaba el relevo del mandamás por su yerno, el novio gilipollas que, al final de la obra, con paso vacilante, se encaramaba en el podio y tomaba su puesto. Cuando observé hacia dónde se dirigían las cosas, decidí olvidarme del papel de novio y buscar nuevo acomodo.

Años después, viviendo ya en Barcelona, se me ocurrió resucitar El Relevo para inaugurar un grupo de teatro independiente que se llamó La Pompa Polinesia. Dirigidos por Josep Riera, representamos El Relevo en dos o tres ocasiones en plazas ajardinadas de la ciudad. Sin permisos, sin cortapisas, sin éxito. En esta nueva singladura me reservé el papel de extraviado, un personaje excéntrico que subido a una escalera rivaliza con don Máximo y juega a desestabilizar su discurso, esquivando las amenazas del guarda, que es un esbirro del poder.

Mi papel de extraviado en El Relevo fue una prolongación en escena de mis escarceos con la facción psicodélica del anarquismo, en la Barcelona de los setenta. Por aquel entonces nos considerábamos los dueños del Salón Diana, la Cúpula Venus, la sala Zeleste y cualquier lugar donde se programaban actividades que olían a transgresión. En esa línea y durante cuatro años trabajé en la única escuela libertaria que se coció en Barcelona.

Cuando gané las oposiciones de filosofía, volví a montar El Relevo con mis alumnos de bachillerato. Hicimos la traducción del texto al catalán y la llevamos a concurso. Fue un éxito total. Por aquel entonces mi papel consistía en dirigir el cotarro y conseguir que el grupo teatral, las clases y el instituto funcionasen. Sin apenas darme cuenta me había convertido en el guarda que trabaja al servicio del orden y la racionalidad bien entendida. Mientras ejercí de mercenario no me abandonó la mala conciencia del que sabe que ha desertado de sus principios extraviados.

Convertirme en don Máximo era cuestión de decisión y coraje. Podría haber engolado la voz, elevado el tono censor y acabar imponiendo mis convicciones a otros, pero no supe o no pude subirme al pedestal. Productor y soldado, ¡tira que te va!, pero mandamás… ¡era pedir demasiado! Ni mis convicciones tuvieron nunca la suficiente solidez, ni supe aprovechar las circunstancias para encaramarme en un pedestal ajeno. Y es que las estatuas y los monumentos conmemorativos siempre me han dado repelús. 

Hay un chiste de otro Máximo, el dibujante Máximo San Juan, que colaboró durante décadas en El País, y que resume el funesto sentido de los monumentos conmemorativos. En ese dibujo aparece el busto de un individuo barbudo y malcarado sobre un pedestal, flanqueado por unos cipreses sombríos. Viste traje y corbata y su gesto es seco, ceñudo. Al pie del monumento, grabado en letras de piedra, puede leerse: «Tuvo convicciones firmes, todas equivocadas». En mi opinión, no hay nada más ridículo y torpe que mantenerse fiel a un error dogmático. 

Mi amigo Albert, aquel del que hablé al principio y que está en vías de dedicarse al teatro profesional, acabó contándome la trayectoria de su hermano mayor, Max, que fue alumno mío hace bastantes años. Era un buen chaval, lúcido y tranquilo, como el Max de la canción de Paolo Conte. Al principio Max se inclinó por la música. No era un trompeta brillante, pero disfrutaba con el instrumento y participaba en algunos grupos de jazz de Barcelona. Max podría haber vivido mal que bien de la trompeta, pero decidió dejar el instrumento cuando terminó económicas. La cosa le fue bien y entró en un banco. Max valía y supo medrar. Con cuarenta años le nombraron consejero delegado y se preparó para subir al pedestal. Mi amigo Albert se lamentaba del camino de su hermano: ¡Dejar la trompeta por la banca!

Al final de nuestra charla, Albert y yo estuvimos de acuerdo en otra cosa: a Max le hubiera venido bien hacer teatro, aunque fuera teatro de aficionados, y representar ¡Aquí no paga nadie!, de Darío Fo, o El Relevo, de Celaya. Igual eso le hubiera ayudado a ver las cosas de otra manera. Actuando se aprende.