Marcelino no tenía cinco dedos, sino seis.
Seis uñas que mordía hasta hacerse sangre cada vez que alguien le miraba con espanto, cosa que sucedía cada dos por tres.
Tres veces había acudido ya a otros tantos psicólogos para aplacar su ansiedad, pero la verdadera solución a su problema solo se le ocurrió a uno.
Uno de los dedos debe desaparecer, le dijo, o seguirás siendo un bicho raro toda tu vida, una de dos.
Dos manos con un bosque de dedos: Marcelino los miraba con repugnancia y decidió que sí, que los podaría hasta que quedasen cinco.
Cinco horas duró la amputación, pero Marcelino quedó tan complacido del resultado que invitó a todos sus amigos a una fiesta improvisada en la misma habitación del hospital, la doscientos cuatro.
Cuatro semanas después le dieron el alta y, nada más salir a la calle, se dio de bruces con Blanca.
Blanca fue la primera persona que le miró directamente a los ojos, no a las manos; desde entonces están juntos y pasan las tardes entregados amorosamente a su pasatiempo favorito: el dominó.