Un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro. La ira, que me había ido «carcomacomiendo» huesos y entretelas durante años, acababa de deglutir el último ápice de mi voluntad y de mi tiempo. A las seis de la mañana de aquel lunes de abril me quedé hueca, pero habitada por la iracunda rabia roedora que, ya sin alimento, rugía por mis esquinas; por mi cráneo mondo y lirondo; por mis manos, huecos guantes sin tacto ni pulso, y por mi músculo corazón, hecho un mísero amasijo de restos no fungibles. La ira victoriosa campa, desde entonces, a sus anchas, alimentándose de sí misma, pues yo, mera cápsula, fracasado continente, nada tengo que darle para roer. Me mantiene en vida (una vida comatosa, de rendición, con sus dos telediarios por jornada, con sus tres comidas, con ocho horas de trabajo, ocho de sueño, ocho de ociosa inercia), solo por su interés en poder seguir viendo el mundo a través de mis ojos. Está claro que, en sus manos, en sus mordiscos feroces (sigue rebañando), estoy. Esa mañana no decidí dejar de tomar café, ni dejar el trabajo, ni abandonarlo todo, solo vi con claridad que no pinto nada. Para la ira observo, ella toma nota de todo y se revuelve, se engrosa y se devora en un eterno ciclo. Seguiré contando.
–