Vivía solo. Era soltero por convicción, el “más solterón de los inquilinos”, como decía la portera del edificio. Cada jueves de cada semana, unas horas antes de que llegara la mujer de la limpieza, procuraba que el lavabo estuviera limpio, como hacía a diario, por otra parte. Sin embargo, un día antes, los miércoles, vigilaba con más rigor el estado, no sólo del lavabo, sino de la vivienda en general.
Cualquier mancha era eliminada de inmediato, y las motas enmarañadas de polvo que se hubieran podido esconder durante la semana por los rincones y detrás de las puertas, eran recogidas y tiradas a la bolsa de la basura.
Tal era su obsesión, los jueves de cada semana, que, pese a las molestias que le provocaban las corrientes de aire, abría de par en par el balcón, la ventana y la puerta trasera del patio interior, para que se ventilaran a fondo todos los rincones y el pasillo de la casa.
Por si acaso, también perfumaba las dos habitaciones del piso con tres o cuatro pulverizaciones de ambientador. “Pistoletazos de perfume con olor a lavanda”, indicaba él, sonriendo, satisfecho por la batalla sin cuartel que mantenía contra la posible suciedad, cada jueves de cada semana, antes de que llamara a la puerta la mujer de la limpieza.
De entre sus manías tragicómicas, ésta, la de la limpieza, era la más reciente, la más nueva, desde que faltaba alguien en su vida. La verdad es que estaba harto, confesaba a su amigo más íntimo, de quien se rumoreaba que estaba enamorado desde la infancia… Muy harto de su cuerpo y de su alma, de tanta vida muerta y de tanta muerte viva alrededor.
También comentaban algunos familiares que su mayor pecado fue traicionar la bondad y el amor de una persona de la familia. Pecado grave para el que no había ninguna clase de perdón, y que, sobre todo, lo inhabilitaba para ser invitado a los ágapes familiares de las Navidades, sin absolución posible. Por eso mismo —seguían comentando—, por esa traición a la bondad y el amor de un ser amado por la familia, él se ha convertido, en su propia casa, en una especie de Fray Escoba del hogar. Pero sin esa escoba angelical necesaria para limpiar el alma.
Otros, a su vez, denunciaban que era como un niño abandonado en la puerta de una inclusa para niños sucios, malditos desde el día que nacieron, futuros delincuentes de la ciudad.
Advertía un excuñado: «Un desalmado, eso es lo que es, un tipejo que sería mejor arrojar de cualquier casa y fiesta navideña, limpiando con lejía su presencia y mal olor espiritual».