
Un poco de obstinación –tenacidad, se corregía ella– y de azar es lo que se había conjugado para que ese hallazgo se hubiera producido. Elsa pensaba con orgullo que el tesón en el trabajo favorecía siempre las circunstancias casuales que pudieran concurrir para poder obtener buenos resultados de los inciertos e impredecibles acontecimientos con los que nos topáramos.
Hacía tan solo tres años que había llegado a esa gran ciudad desde su pequeño pueblo donde nunca pasaba nada y estaba dispuesta a dejarse inundar de tantas experiencias, relaciones y oportunidades con los que pudiera encontrarse. Su traslado obedecía a su decidida vocación para estudiar Bellas Artes en la universidad, rama que no tenía cátedra en la ciudad cercana a su pueblo y que la había forzado, con gusto, a tomar la decisión de mudarse a la gran urbe.
No le costó mucho problema adaptarse a las prisas, los ruidos y los tiempos de la capital, molestias leves, asumidas con cierto gusto, para su energía juvenil, molestias que se veían suficientemente compensadas con la magnitud de acontecimientos artísticos y sociales que podía disfrutar.
Uno con el que se sentía especialmente emocionada desde que lo descubrió era el de dar vueltas y revueltas por el Rastro, un gran mercado popular que se celebraba los domingos por la mañana y en el que se ofrecía un variopinto y heterogéneo catálogo de productos, muchos de ellos, quizás la mayoría, viejos, antiguos, de segunda o tercera mano, quizás procedentes de basuras o encontrados en la calle… puede también que fueran productos de robos o de herencias saldadas.
A Elsa le apasionaban las revistas antiguas, los libros de muchas décadas atrás, cualquier material impreso que pudiera inspirar con sus desfasadas estéticas pretéritas sus impulsos creativos.
Esa mañana encontró un deteriorado ejemplar de una revista editada casi cien años atrás, una publicación periódica con textos de temática erótica y unas ilustraciones picantes, llenas de gracia en su expresividad lujuriosa que hoy día no dejaría de ser una lascivia de lo más inocente. Unas imágenes que sedujeron a Elsa por su elegancia en el trazo dibujado y por el juego entre el blanco y negro y un único color azulado que jugaba en los dibujos con imaginativas soluciones gráficas.
Satisfecha con su hallazgo –muy barato para lo importante que ella decidió que era–, se encaminó a una terraza a tomar una cerveza y allí disfrutar con tranquilidad de la revista. Ojeó y hojeó las páginas amarillentas y con algunas humedades mientras picaba con desgana unas aceitunas que amenizaban el aperitivo. Al mover las páginas, algunas pegadas ligeramente por ese exceso de humedad, cayó de entre ellas una lámina oscura y brillante al suelo. Se trataba de un envejecido y sucio negativo fotográfico de medio formato que Elsa recogió con cuidado y observó al trasluz, descubriendo con algo de malestar que estaba muy deteriorado y rayado y que no podía distinguir más que lo que parecía la cabeza de una persona en primer plano y unas letras muy pequeñas en uno de los bordes, rayadas en la misma superficie de la película.
Decidió que aprovecharía el laboratorio de la facultad para tratar de restaurar y positivar aquel descubrimiento fotográfico, que ya se había convertido en lo más importante de su compra.
Aunque los estudios que cursaba se orientaban actualmente a la fotografía digital y todas sus variables de revelado y retoque informatizado, aún se mantenían algunas lecciones teóricas y prácticas sobre la fotografía analógica, y tenían a su disposición un par de laboratorios que casi todos los alumnos veían ya como la reliquia de un pasado muy lejano.
—Es un ejercicio estupendo. Hazlo con mucha delicadeza —le aconsejó la profesora, una reputada fotógrafa, cuando, al día siguiente le explicó su encuentro y lo que pretendía hacer con él.
—Utiliza un cepillo muy suave, como los de maquillaje, para retirar los fragmentos más gruesos, sin apretar, y, posteriormente, pásalo a un baño de paro y un lavado final con abundante agua.
Entusiasmada con el reto, Elsa sonrió feliz a la profesora que le recordó retocar los rayajos y otras suciedades incrustadas en la copia positivada.
—Seguro que podrás mejorarlo y que el resultado va a ser mejor de lo que imaginas. —Apuntó la fotógrafa, que apostilló: —Y, cuando acabes, me enseñas el resultado. Quizás te sirva de evaluación.
Aplicada y con cierta excitación hizo todo cuanto le había sugerido su profesora y esperó paciente al secado del negativo para pasar a la ampliadora y realizar una tira de pruebas para su positivado correcto.
Cuando la imagen negativa se proyectó intensa sobre el tablero de la ampliadora, descubrió con asombro que se trataba de una fotografía pornográfica.
—¡Claro! Buen sitio para guardarla… en la revista erótica. —Musitó medio sonriendo con bastante sorna y algo de nerviosismo.
El negativo proyectaba la clara imagen de un primer plano de una mujer realizando una fellatioy, en los garabatos del borde del negativo, la leyenda rayada decía “Deutschland 1930”.
No se consideraba, Elsa, pacata en cuestiones de sexo. Además, el ambiente de la universidad impelía a sentirse artista, provocador, desvergonzado y casi anti (casi) todo… Casi… Si no hubiera hablado con la profesora…
A pesar de su recelo, siguió con el trabajo y expuso la copia en un tamaño nada despreciable. Pasó el papel a la cubeta de revelado y…la mujer que chupaba esa polla en la fotografía ¡era ella misma! Se fijó bien y aparecía incluso el doble lunar cercano a su oreja izquierda que tanto llamaba la atención a sus amistades.
—¿Qué tal te ha quedado la copia? —escuchó a su profesora preguntando a su espalda.—¿Me la enseñas?