Entre la literatura y la creación arquitectónica existe una analogía evidente, sobre todo entre poesía y arquitectura. La creación poética debe plantearse en términos reales, sin distracciones caprichosas. Debe abordarse la forma y el contenido como un conjunto y debe acometerse de manera responsable y concreta.
Hay que conseguir que las ideas se sustenten como han de sustentarse las vigas y evitar una pérdida de equilibrio de la expresión. Esta será fiel al contenido. Para ello deberemos tener mucho cuidado de que la armonía, el ritmo y la precisión no se derrumben sobre un suelo de presunción, de vanidades o de egoísmo ilusorio.
El control del espacio arquitectónico plantea problemas reales, los debemos resolver sin fantasías ni elucubraciones artificiosas, la solución debe ser mesurada, definida geométricamente y, sobre todo, bien calculada. Si esto no se hace bien, vamos directamente a la ruina.
Como la arquitectura, la literatura es contenido, pero también es FORMA, y en poesía todavía más; así pues, deben solucionarse los problemas formales.
Un escritor que no comprenda esto no es más que un escribiente, quizás apto para hacer anotaciones en el registro de la propiedad o para trabajar en una fábrica de electrodomésticos redactando manuales de instrucciones.
Si en literatura se desatiende la forma, todo queda reducido a puro dato. Como si se tratara del librito de instrucciones de la lavadora.
Si los volúmenes arquitectónicos no están bien calculados y si la estructura no está equilibrada, el edificio se cae y el colapso es escandaloso. En cambio, la ruina literaria, cuando se produce, es menos espectacular y parece que el daño producido sea de menor entidad.
En literatura ocurre a menudo que la expresión se cae; que lo escrito, en su aspecto formal, no se corresponde con el sentido de su contenido y, como esto acontece sin que se produzca un colapso ruidoso y polvoriento, resulta que pasan desapercibidas auténticas ruinas y muchas de ellas son escombros de obras canónicas cuyos autores fueron, y son, escritores de campanillas.
La arquitectura es FORMA al servicio del hábitat humano y lo es en la misma medida que la literatura es FORMA al servicio de la expresión humana.
Pero me temo que muchos escribidores ni siquiera saben que pueda existir un problema que se llama «forma» y así, difícil será que puedan resolverlo. Nos invade una bazofia de poesía adocenada que inunda la red y las estanterías de las librerías y que se encandila con la tontería sentimentaloide; de poetas que jamás se han planteado cómo resolver la relación entre el contenido y la forma, que se creen que pueden decir cualquier memez teñida con imágenes pseudopoéticas.