Desencuentros

La termita y la palabra

 

Mi primer desencuentro con el mundo real lo tuve un jueves 21 de mayo de 1987. Tenía 12 años, había leído un prólogo de Borges e ignorándolo todo pensaba que podía, maleando el lenguaje, conquistar el mundo y (de paso) algún trastero en ruinas de la felicidad. 

Con esas ínfulas, descalcé el bolígrafo y respondí el examen (hoy impensable tratándose de críos de doce años) de morfología verbal. 

Recuerdo la pregunta: «Escriba la persona, el número, el tiempo, la declinación y el modo en cada forma verbal» y también mi respuesta, «segunda persona plural del presente de indicativo del verbo «libertad». Declinación imposible». 

Todavía me duele la raya roja y el «cerapio» púrpura, escrito al margen con sorna visceral. 

Ese día lloré como lloran los niños que soñando la nieve aprietan algodón en su puño cerrado, pero aprendí que el tiempo golpea los estados y cambia la materia, que solo es preciso un sorbo de razón para saciar la sed del dromedario. 

«Leéis» no es una forma del verbo «libertad» porque la libertad es un idioma que no admite gramáticas y no conoce verbos, niños acobardados, temblores imprecisos, pestañas piratas, orillas ni exámenes. 

He tardado varios años en aprender ese cuento. Varias veces he leído (ahora ya) la obra completa de Borges de cabo a rabo. 

Con doce años y solo un prólogo en mi maleta lectora me pensé invencible. Ese desliz indecible me bajó al seis la nota de lengua.

Y me enseñó a callar.


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