Desde el balcón

Postales desde Andrómeda


En casa teníamos un balcón. Era pequeñito, de un paso a la izquierda, un paso a la derecha y medio paso al frente. En verano, me sentaba en sus baldosas rojas y sacaba mis delgadas piernas por entre los barrotes. Me gustaba esa sensación de no tocar suelo, como de volar. Perdía el tiempo mirando todo lo que pasaba bajo mis pies. Me gustaba ver a Pilar salir del portal y taconear calle abajo hasta doblar la esquina. Pilar era la mayor de siete hermanos. Una mujer bonita de piel morena y melena negra hasta la cintura. Salía todos los días hacia la media tarde, muy arreglada, como si fuese a un baile.

Un día llamaron al timbre; era Pilar y venía llorando. Mamá la llevó al comedor y se sentaron en la mesa grande. Pilar lloraba cada vez más alto y balbuceaba, no se le entendía nada. Mamá le cogía las manos y le insistía en que se tomase el café. Estuvieron allí un buen rato y luego, más tranquila, Pilar se fue. De mí no se despidió o yo no me enteré, porque estaba atenta a Pedro que acababa de sacar a la calle su bicicleta nueva de color azul brillante. La apoyaba en la acera, la observaba con detenimiento y se sentaba en el suelo a toquetear todas las piezas mientras hacía girar los pedales. Los chavales se arremolinaban alrededor de Pedro. Alguno se acercaba más de la cuenta y tocaba tímidamente el velocípedo mientras él seguía inspeccionando su bici, haciéndose el interesante. Luego se montaba, empezaba a pedalear y se alejaba dejando a todos con un palmo de narices. Entré en casa y le pregunté a mamá cuándo podría yo tener una bici. No me oyó, estaba muy concentrada cosiendo las mangas a una blusa.

En otoño, cuando llovía, me acercaba al balcón a ver cómo las gotas chocaban contra el cristal, resbalaban un poco y luego se detenían. Si arreciaba, corría a ponerme mi chubasquero rojo de plástico. Me subía la capucha, salía al balcón y les pedía a mis hermanos que me cerrasen la puerta. Ellos lo hacían encantados, entre risas y advertencias de no volverme a abrir. A mí me daba igual mojarme. Me acurrucaba en una esquina del balconcito y me inventaba que era un explorador perdido en un bosque, sin alimento, ni refugio. Un superviviente. Escuchaba tamborilear la lluvia en mi capucha de plástico e imaginaba que era el agua cayendo sobre las grandes hojas verdes que me cobijaban. Cuando me empapaba y empezaba a tener frío (que no tardaba mucho), pegaba la nariz al cristal, buscando a mis hermanos, y daba golpecitos para que me abrieran; y así lo hacían, sin dar más importancia a mi regreso, ni al hecho de haber superado el hambre, la soledad y la tormenta.

En invierno el balcón estaba cerrado y oculto por un gran cortinaje rojo muy pesado. Una noche, después de cenar, sonaron unos golpes muy fuertes en la puerta. Mamá no abrió. Apagó las luces, nos llevó a todos junto al balcón y allí permanecimos en silencio y apretados. Todo era muy raro y daba miedo. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mamá destapó un poco el cortinaje rojo y vimos unos destellos de color ámbar encendiéndose y apagándose. Luego los golpes en la puerta cesaron.

Cada verano era idéntico al anterior, luminoso, cálido e interminable. Yo me volvía a sentar en el balcón a ver pasar la gente. Volví a ver a Pilar. Ya no taconeaba, iba paseando y empujaba un carrito con un bebé dentro. Si se paraban debajo de mis piernas, el pequeñín miraba hacia arriba y yo le saludaba. Aquel verano Pedro no sacó la bici porque se fue a su pueblo de vacaciones. Yo tendría más suerte, en unos días me iría a Santander a ver el mar por primera vez.


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