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Un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro. Hasta ese momento mi vida había consistido en flotar dentro de un espeso, cálido y agradable líquido que amortiguaba movimientos, sonidos y sensaciones. El alimento fluía directamente hacia los órganos y no necesitaba masticar ni tragar. Era feliz, aunque aún no lo sabía, claro; no tenía con qué comparar.
Una vocecilla en mi interior me repetía: —No vayas a la luz—. Pero con esa rebeldía, todavía innata, que me iba a caracterizar, la desoí.
—¡Hala, a la puta calle!—. La cantidad desmedida de iluminación me hizo cerrar los ojos, y por eso no pude ver venir el par de azotes que me propinó Mª Bernarda, la comadrona, mientras me sujetaba, boca abajo, por los tobillos. —Como Aquiles—, pensé. Pero enseguida olvidé todo aquello y me centré en llorar, porque el que no llora, no mama.
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Un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro. Mi reinado había llegado a su fin. En los últimos meses, el vientre abultado de mamá me pareció un mal presagio. Y los nervios y carreras de todo el mundo durante la tarde y la noche no podían traer nada bueno.
Repetía para mis adentros, en voz baja: —No vayas a la luz—. El remate de la jornada fue la presencia de Mª Bernarda. Sí, había nacido mi hermana.
—¡Hala, se me acabó el chollo!—. Cerré los ojos justo en el momento en el que dos palmadas en las nalgas arrancaron los sollozos de la Cuca. —Adiós Mazinger-Z, hola Afrodita-A—.
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Un lunes, a las seis, a las siete, a las ocho, a las nueve, a las diez, a las once de la mañana, lo vi todo claro. Demasiado claro. Entre las brumas etílicas y las brisas estupefacientes que estuvieron arropándome durante horas, mi mano sujetó el pomo de la puerta negra.
Una voz, lejana, insistía: —No vayas a la luz—. No quise entender el mensaje, y mi ingenuidad me obligó a empujar. —PUSH—. Allí estaba escrito, en mayúsculas. Trillones de quintillones de fotones me obligaron a cerrar los ojos, y a salir a la calle a ciegas. Poco a poco conseguí aclimatar la percepción visual a la intensidad lumínica y pude volverme, con la intención de retornar a la tiniebla tenebrosa. Mi cerebro leyó el cartel que publicitaba el nombre del garito: —PARANOIA—. Algo hizo clic, o clac, o qué sé yo, en las neuronas, y decidió; no yo, no, el cabrón del cerebro, por propia iniciativa; que nanainas, y huimos de allí sin otro ánimo que el de refugiarnos bajo las sábanas conocidas más cercanas que hubiese.
Resultaron ser las de otra Mª Bernarda, una compañera de la facultad. —Hala, Orzowei—.
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Un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro. Llevaba décadas repitiendo el mismo trayecto. Quince minutos caminando, treinta y cinco de autobús, hasta la puerta del infierno, hora y cuarto de muchos metros subterráneos entre las tripas de la ciudad, para emerger, ya clareado el día, con los ojos aún semicerrados, a tres manzanas de la fábrica; un trance casi absoluto de ocho horas, y desandar el camino. El mismo camino, con las mismas esquinas, escaleras, olores y sabores.
Ese día me dije: —¡Hala, a tomar por culo!—.
La voz volvió a clamar: —¡No vayas a la luz!—. Pero seguí con paso firme, sin dirección, subí en buses sin mirar el número, bajé a metros sin leer las líneas; y entrelíneas me pasaron los años, sin darme cuenta. —Como a Gilgamesh, Prometeo, Ulises, Mª Bernarda o cualquier otro perdido de los muchos que poblaron la historia—.
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Un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro. Con la memoria ya diluida en la nada, sin pensamientos que pensar, ni argumentos que argüir, ni leña que cortar. Definitivamente, lo vi todo claro.
Ya estaba cansado de las muchas voces que resonaban, ancestrales, en un lío de ecos confusos, por dentro del cráneo. —¿Por qué coño no voy a ir a la luz?—. Y me tiré de bruces en aquel mar de rayos brillantes, no lo pensé ni un segundo.
—Iré dónde me dé la gana, Mª Bernarda—. —¡Hala, como JC, el Emérito!—. Y ante la aburrida oferta de la reposición de todas mis aventuras pasadas a cámara rápida, cerré los ojos.
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