De niño quería ser como ellos, los idolatraba, jugaba y jugaba cada día, imitaba sus filigranas con el balón, distribuía el juego, defendía, atacaba y, de vez en cuando, si había suerte, marcaba un gol. Eran nuestros jugadores de fútbol, nuestros ídolos, cuando aún creíamos que sudaban la camiseta por amor. Un amor a los colores del equipo y no al color del dinero, como ahora. Pero se trataba de un amor imaginario, el suyo y el nuestro, que aún no estaba contaminado por ese dinero que va arriba y abajo, cruzando paraísos fiscales.
Años después, el niño colgó las botas. Con un dinero ahorrado se compró un tocadiscos y sus dos primeros discos. Fue cuando empezó a bailar el rock. Aquí también, en la música rock, en las discográficas y en los conciertos de masas, había intereses creados por todas partes. Agentes estafadores y multimillonarios que no sabían nada de música rock. Otra decepción más.
Un tiempo después, le regalaron un libro, un volumen de pocas hojas: era un libro de poesía. Aquí ya no había negocio ni intereses creados, de modo que siguió avanzando por ese camino de poemas recién descubierto. Es cierto que era un camino que no llevaba a ninguna parte, pero se sentía bien, cómodo y feliz dirigiéndose a ese lugar al que nunca se llega.
Sin embargo, no olvidó del todo la música rock, ni a sus jugadores. En una vieja maleta, debajo de los libros de poesía, ocultaba una colección de discos pequeños y una revista con una fotografía de 11 jugadores: Ramallets, Olivella, Rodri, Gracia, Segarra, Gensana, Tejada, Kubala, Evaristo, Suárez y Czibor. El Barça, claro.