De pifia, de abrir la boca a destiempo, de abrasar bosques de taiga con lanzallamas. De cuando Benito Gutiérrez de Leyva dice lo primero que se le ocurre porque le hierve la sangre. Y de ¡cuándo no es fiesta! Porque hay que joderse con Benito, que lleva media vida cagándola. Con lo apañao que es el chaval —bueno, «chaval»—: pelazo negro que le caracolea como al de Kripton, dos esmeraldas por ojos, rostro de razón áurea, metro noventa bien llevado, camisa a la medida y unos chinos que viste como nadie. Pocos cincuentones con ese porte, vaya. Pero qué ideas de bombero, oiga. Siempre con la verdad por delante, a lo hecho pecho y un sinfín de retahílas de aquí estoy yo y a quien no le guste que se joda. Con valentía. Sin maldad, eso sí. Desde el respeto, el no me interpretes mal, pero no eras más tonto porque no te entrenas, macho, tronco, bonita, o lo que ustedes quieran poner aquí de vocativo, que eso nunca le falta, puestos a enfatizar y a llamar a las cosas por su nombre. Que las ideas hay que respetarlas, pero no me toques los cojones.
Que no es mal tipo. Ni bueno ni malo: persona, de los que se visten por los pies.
Salvo aquella mañana de enero, lunes para más señas. Sobre las nueve, vamos, cuando paseábase por la puerta del director general, un buen hombre a quien la fortuna había colocado ahí el viernes anterior, a escasas tres semanas de su merecida jubilación, Miguel Zahónez Migarra, treinta y siete años de servicios prestados. Tan solo una petición: Buenos días, Gutiérrez, ¿qué tal el fin de semana? Me alegro. ¿Le importaría pasarme el acumulado de su cuenta de resultados?
Del amosnomejodas al resoplido elevaflequillos transcurrieron cuatro décimas de segundo. Sin expirar el segundo de tiempo, Miguel Zahónez Migarra giró su lustroso metro sesenta sobre sí mismo cual peonza y cerró la puerta. Benito, incapaz de sujetarse, pudo hacer al menos un intento de contención para golpear la puerta del director general con los nudillos antes de abalanzarse en el despacho. Por quién me toma; a qué está jugando, Zahónez; usted no es nadie, y demás sutilezas. El director, que estaba a punto de sentarse, dejó caer su augusto trasero sobre el sillón: Ah, Gutiérrez; sí, pase y cierre la puerta, por favor; déjeme ver; sí, adjunto al director general, ja, ja, ja, que soy yo; bien, ¿qué me decía? La cara del adjunto parecía a punto de estallar. El jefazo continuó: Bueno, no importa; le diré por qué está aquí, quiero decir por qué le necesito; ah, y olvídese de momento del informe que acabo de pedirle. Tengo una misión para usted.
Un coro de ángeles y fanfarrias empezó a sonar en la mente de Benito Gutiérrez de Leyva mientras oía de fondo una voz sobrenatural repitiendo misión para usted, misión para usted… La sonrisa llenaba el rostro, poros de escalofríos recorrían su espalda como a un estegosaurio. A punto de tener una erección, apenas acertó a musitar: ¡Sí!
Es bien sencillo, Gutiérrez: tan solo ha de infiltrarse entre sus compañeros y recopilar cierta información. Zahónez hubo de insistir: ¿Está escuchándome, Gutiérrez? ¡Sí, señor! Cierta información, señor. Continúe, señor.
Dos horas después, Benito Gutiérrez de Leyva iniciaba sus escarceos sintiéndose como el mismísimo Garbo. Si bien el resultado era bien distinto: sus compañeros le habían calado; o había empinado el codo más de la cuenta o aquel Gutiérrez de Leyva sobrado de sí mismo había mutado en un Gutiérrez de Leyva asaz cortés y sociable. Porque no se puede pasar de una eterna sonrisa triunfal a un agasajo tras otro de la noche a la mañana. Porque si ayer eras un pamplinas, hoy sigues siéndolo, se mire como se mire. Mariuska, la de contabilidad, era la misma testaruda de siempre, que no soltaba prenda ni alabándole los estrafalarios cendales que llevara. Ginés, el de cobros, que había estado contemplando la escena de Benito con la de contabilidad, guiñaba un ojo a Marifé, que asomaba la cabeza por encima de la pantalla, intrigada por la transformación de aquel fanfarrón. Era, sin embargo, un efectivo disfraz para los nuevos, que, ajenos a la soterrada aquiescencia de los veteranos, le hacían ojitos al adjunto. Los becarios, sin dudarlo y presas de la bisoñez, claro está. Los fichajes de la última hornada, casi todos de perfil técnico y carentes de malicia, le seguían el rollo sin preocuparse de qué iban aquellas zalamerías. Naturalmente, salieron de ahí diversos planes para los próximos fines de semana: una escapada a la nieve, dos cumpleaños por la Latina, una función de teatro y no sé cuántas ofertas de ocio más.
Pudo ser un espejismo. Tal vez un farol bien tirado. Quizá una cortina de humo. Pueden creerme si les digo que Benito dispuso bien su tiempo. Es posible que no reflexionase conscientemente (permítaseme el oxímoron), pero un día antes de la jubilación de don Zahónez, como así había empezado a llamarlo, fue convocado a su despacho: Bien, Gutiérrez, necesito que me informe de sus pesquisas. Mire, señor: no tengo gran cosa. Ya, ya, pero dígame: ¿qué le hace pensar eso? Señor, no puedo reseñar queja alguna; al contrario, creo que tenemos excepcionales trabaj… Señor, si me lo permite, compañeros. Puedo equivocarme, pues apenas he dispuesto de veinte días para conocer los entresijos, pero, de momento, he tenido tiempo para obtener una visión diferente. Siga, siga, Gutiérrez, y deje de llamarme señor. Señ… Perdón. Lo que trato de decirle es que la Compañía está en buenas manos.
Zahónez viró hacia el ventanal dándole la espalda a Gutiérrez de Leyva, se permitió unos segundos de calculada expectación y se volvió de nuevo hacia Benito: Lo sé, lo sé; no me esperaba menos de usted, Gutiérrez; por eso he dejado escrita una recomendación a los socios mayoritarios, que, si dan su consentimiento, puede materializarse a partir del lunes. Gutiérrez, quiero que sea usted el próximo director general.
Y es verdad: no hay poesía en el trabajo. Ni moraleja en esta historia. Ni obviedades del tipo «cada cual es como es». No. La selva levanta muros hasta las nubes, densas de monos y pajarracos que se baten el cobre andándose por las ramas, sin deshumidificadores, a cara descubierta entre camuflajes glaucos y esmeralda, como los ojos de un cincuentón mal hablado, pero la selva tiene todo lo que necesitas para vivir y morir. A veces basta con que el pez grande engulla al pequeño. A veces hay suerte y es el sabio quien orienta al necio.