Se declara el amor, se declara la guerra, se declaran los bienes, la renta y las últimas voluntades y, en recientes declaraciones, a veces vía declaración institucional, se desvelan las pocas caras ocultas que quedan de los secretos a voces. No me conformo. Me gustaría poder declarar ambiciones, declarar mentiras, declarar el consuelo o la pena. No hay declaraciones tácitas, y esa es la fuerza de chorro de agua, de surtidor desbocado, de rúbrica aérea, si es hablada, o esculpida, si por escrito, que toda declaración tiene. Se hace la declaración porque no se puede dejar de hacerla, y se asumen las consecuencias, con valentía y pundonor. ¿Guerra?, sí, guerra. ¿Amor?, y tanto. ¿IRPF?, sí, incluso con declaración complementaria si hace falta (o me la piden). Que conste, que conste, que conste en acta, en testamento, en prensa, en la memoria auditiva de quien la declaración recibe en una romántica barra de bar repleta de seres que vociferan y no perciben mi declaración susurrada y ciclónica a la par. Liberación, eso sientes, una vez hecha la declaración. El estremecimiento del alea jacta est. No me resisto, sucumbo, a la transparencia vehemente de toda declaración. Temo que me pregunten ¿algo que declarar?, porque seguro que algo respondo. No me controlo. Y, por eso, seguiré contando.
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