Me dijo: “Estoy anonadado, algunos compañeros de oficina me han dicho que soy homosexual (mariquita, dijeron). Que soy mariquita, aunque yo no lo sepa”.
Tal vez fuera premonitorio un hecho que acaeció en la infancia, cuando mi madre y mi padre estaban en la escalera con unas vecinas pronosticando el porvenir de un niño delicado. Mi madre argumentaba que ese niño tenía buen corazón (“muy buen corazón”, insistía), mientras el padre me miraba de soslayo, con una sonrisa inquietante y una indiferencia apenas disimulada. ¿Acaso sería yo ese ser delicado de futuro ambiguo, del cual hablaban? Ni hombre ni mujer, decían, sino todo lo contrario: un bicho extraño. ¿Un bicho parecido al vecino del 3º 3ª, al que llamaban mariquita o maricón, según la edad y el grado de confianza que hubiera entre el bicho y quienes lo visitaban?, me preguntaba, confundido, flotando en un mar de tinieblas.
Sin embargo, ahora eran otros tiempos. Todos éramos más abiertos, sin complejos. Ya no era aquel niño de antes y estaba en la oficina cumpliendo bien con su trabajo. ¿A qué venía, pues, la broma de clasificarlo como “mariquita”? ¿O no era una broma? Por si acaso, argumentaría en contra y les contaría que había tenido una primera novia, que, si bien es cierto que le abandonó, no es menos cierto que no dejó de quererle al casarse con otro, ni tampoco al tener varios amantes al divorciarse del marido. Porque les hacía saber que, entre intervalos, o, mejor dicho, entre el divorcio y los amantes subsiguientes, hubo un maravilloso intervalo de un par de meses, a copulación diaria. También había tenido, por supuesto, enamoramientos efímeros, irreales, pura imaginación.
Finalizada la argumentación, los compañeros de oficina, reaccionando a la sorpresa del “intervalo maravilloso” le preguntaron entonces si sabía lo que era un beso lingual (de lengua, especificó otro), o el sexo oral (aquí no hubo mayor explicación). Él les respondió con seguridad que sabía muy bien de lo que estaban hablando, puesto que lo había leído y lo había visto en algunas películas. (Al instante, se dio cuenta del error que había cometido al responder así). Porque fue entonces cuando se lo dijeron, explícitos, sin más titubeos: te declaramos homosexual (añadieron también “mariquita”, como de broma y por cortesía, y dejaron para otro día llamarlo “maricón” a secas).
Le habían dado una identidad, como si él acabara de nacer y fuera un don nadie, un perfecto desconocido para sí mismo y para los demás. Eso es: un don nadie cuya identidad creían haber descubierto y que ahora, por fin, hacían pública. Aún hoy y desde entonces —añadió— dudo a tal extremo que no sé quién soy.
Me quedé atónito con esa confesión tan íntima de mi amigo. Pero no dije nada.
A decir verdad, yo también había sido bastante platónico (novias idealizadas, novias imaginarias, novias efímeras y, al fin, una novia real).
Nos bebimos otra cerveza y salimos del bar. Era de noche, las calles estaban desérticas. Titubeando, nos dimos la mano y fuimos a dar una vuelta por el barrio.
Teníamos las manos frías.
Dibujo: Damià Escuder