Acabada la fiesta, el profesor acompaña a sus comensales al pie de la calle. Con voz entrecortada, para abortar las lágrimas que a esa altura de la tarde están a punto de salir, improvisa una despedida y regresa al ascensor. Ya en la casa, cinco mil libros y un silencio inaudible llaman por teléfono a Baudelaire y éste a los monstruos que devoran al hombre cuando se queda a solas consigo mismo. El profesor, que no siente esa sensación cuando, detrás de una mesa, presenta el poemario de un conocido o imparte una charla sobre la anhedonía (incapacidad para experimentar placer) en la sexología literaria medieval; que no se viene abajo cuando, ante un alumnado incrédulo, ha de sacar palomas de la chistera de un diptongo o de «El libro del buen amor», mal abre como puede la puerta y se desploma como un niño pequeño contra el dintel de la tarde, ya obscurecida.
Mirado a la distancia, al contraluz, es un charco humano sin voz ni perspectiva. Un muñeco de trapo en el cajón caótico de un titiritero. Y el artista (que es mujer y se llama Tristeza, Madame Rutina para los amigos) introduce sus dedos en el corazón de felpa del profesor caído. Con mimo, poco a poco, va dándole la piel que el profesor no tiene. La que ha perdido a fuerza de llorar. Tose. Calla. Carraspea.
Una voz en off advierte sobre los móviles. Se abre el telón. Un foco difuso cose la voz del profesor a la mano de la titiritera… «Los dedos de Midas, convertían en oro todo cuanto tocaban… Los míos, todo cuanto rozaban lo transformaban en literatura… Midas convirtió en oro a su hija, mujer y manjares; yo convertí en libros a las novias que me amaron y a los hijos que no tuve…» Acabada la fiesta, el profesor se asoma a la ventana. Con los ojos mojados, agazapado en la penumbra, acompaña, escaleras abajo, acera arriba, a sus comensales. Sin mover los labios les dice adiós, tras el cristal, sin ser visto. Triste por haberse quedado a solas, feliz por la alegría que hace un instante iluminaba su casa, nostalgia por la vida que jamás tendrá y aplaude, como siempre, la dicha de los otros.
Mañana, diluido el hoy en un poema, abrirá la puerta del aula con lágrimas nuevas y una chistera por desvirgar… Por la tarde, camino de la noche, dará una charla en un viejo café y jugará al ajedrez con algún Karpov alcoholizado y engreído que, sin poner las piezas, le hará jaque mate y un siete en el alma: «yo soy el amante de la titiritera que, al llegar la madrugada, te presta su mano, su público y la voz. No la molestes más…»
Acabada la fiesta, otra fiesta, trae al alféizar del mundo una canción: «I want to break free» y otra al instante «Innuendo» y otra más «The Show Must Go On»… La orquestina, en la plaza lejana, arrancará un popurrí del mítico «Queen»… Alguien, seguro, bailará la noche. El profesor sonríe con los ojos mojados… Ya no sabe dónde empieza la tristeza y dónde la alegría…