Conchas vacías

Postales desde Andrómeda


Al abrir la puerta le invadió el pesado olor de la casa y todo lo vivido se apretó en su corazón. Volvieron a corretear niños por el pasillo, la presencia de la madre se hizo inmensa en la cocina, recordó la luz del verano, la alegría porque el domingo irían a la piscina.

La segunda vez que subió ya no había niños. Silencio en los dormitorios. No escuchó la voz de su madre y se apresuró al armario para comprobar que la ropa seguía manteniendo su olor. Por primera vez fue consciente de la grieta en la pared del comedor, la seriedad de los grifos cerrados y el polvo cubriendo los discos de vinilo.

En la tercera visita la cerradura tropezaba al abrirse. Cada suelo era de un color, faltaban cuadros y algunos muebles. Permaneció toda la tarde con el abrigo puesto mientras comprobaba con cruel indiferencia que las persianas no subían del todo y alguna ventana no cerraba.

La cuarta se quedó sentado en el salón y calculó con tristeza las horas que tendría que pasar allí. No se entretuvo en las habitaciones ni besó la colcha de su madre. Salió al balcón, evitaba mirar al interior de la casa porque ya no quedada nada. Solo quería marcharse, huir rápido, llorar de camino al autobús y respirar.


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