
Hay libros que, por su tamaño, temática y presentación, me atraen sin que pueda resistirme a ellos. Libros que despiertan en mí el deseo de regresar al pasado. Así me ha sucedido con el trabajo de Antonio Guiral que tengo sobre la mesa: un libraco de grandes páginas y vistosas ilustraciones que se titula Cuando los cómics se llamaban tebeos[1] y en el que se reivindica la variedad y calidad de los dibujantes de la Escuela Bruguera. Ellos fueron los padres de todos los tebeos que alimentaron mi infancia. Recuerdo esas historietas con una nostalgia que raya en el absurdo: yo ya no soy aquel chiquillo que aprendió a leer en esos tebeos, ni sus personajes encajan bien con el mundo de hoy. El libro tiene 360 páginas, es de formato colosal (33 x 25 cm.) y pesa un quilo y seiscientos gramos. Habrá que examinarlo despacio, sujeto en un atril.
Más allá de narrar la historia de Bruguera (con atención especial a Rafael González Martínez, encargado de dar el visto bueno a todo lo que se publicaba en esa editorial), el libro recoge la descripción (ilustrada) de las historietas de los cincuenta y sesenta, y la biografía y análisis del estilo de sus creadores, desde Cifré a Escobar, desde Ibáñez a Martz Schmidt, desde Peñarroya a Vázquez. Inmediatamente busco los personajes de Nené Estivill, que era entonces mi preferido: La terrible Fifí, aquella niña corrosiva y políticamente incorrecta que acababa siempre siendo perseguida por sus damnificados, y Agamenón, el bruto de pueblo que era “igualico, igualico al defunto de su agüelico”. Compruebo que esas historietas me siguen gustando. Y me entero de que su creador supo combinar su trabajo en los semanarios de humor (La Risa, Jaimito, Pulgarcito, Tío Vivo, Can Can…) con un empleo en Telefónica. Una manera muy sabia de pasar la vida, señor Estivill.
Por el libro desfilan las páginas de Pulgarcito, Tío Vivo, DDT… y, de vez en cuando, comentarios sociológicos de gente sesuda como Manuel Vázquez Montalbán que, en su Crónica sentimental de España, escribía que Pulgarcito se había convertido en el relato veraz de la vida española: «Carpanta, El repórter Tribulete, Doña Urraca, Ángel Siseñor, Zipi y Zape, Las hermanas Gilda… eran las crónicas elípticas, pero reales, de la España que aún conservaba el carburo como iluminación para restricciones». En mi casa no había carburo —soy posterior—, pero sí había tebeos (algunos recosidos con páginas de aquí y de allá), con los personajes de siempre y otros nuevos como Anacleto, agente secreto, 13 rue del Percebe, El botones Sacarino, Don Pelmazo, Rompetechos, La familia Cebolleta, Los señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón… Me gustaban todos, pero en especial, ya lo he dicho, las páginas feístas de Estivill y también las de Martz Schmidt (El profesor Tragacanto y su escuela que es de espanto y el Doctor Cataplasma, con su enorme criada negra: Panchita).
Tal vez ese entramado de relaciones entre los personajes de las historietas y el mundo de entonces (vínculos, identidades, contraposiciones) fue la clave del éxito de aquellos tebeos. Historietas que combinaban el entretenimiento infantil y el costumbrismo satírico y que, todavía hoy, pueden hacernos sonreír. Especialmente si su fondo está cargado de mala leche, porque ese componente no caduca. Véanse, por ejemplo, las historietas de Vázquez.
Con el tiempo los lectores de Bruguera crecimos y nos alejamos de los tebeos —incluido el ínclito TBO que dio nombre a todos los demás—, y acabamos sumergidos en las novelas gráficas, en El Víbora y otras publicaciones underground. Ahora leo pocos cómics, pero a veces me puede la nostalgia y releo las historietas de entonces con la ternura de quien recupera la carta de amor de una primera novia adolescente.
Moraleja
Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:
—Si ha sido usted amante de los tebeos de toda la vida (esto va para los sesentones), lea el libro que hemos comentado: le dará satisfacción. También si es usted un estudioso del tema. Cuando los cómics se llamaban tebeos desborda información sobre los años de éxito de Bruguera, sus dibujantes y todas sus creaciones. Admirable profesión la de historietista.
—Pero si usted no ha sido lector de tebeos ni le suenan expresiones como estar turulato, quedarse patidifuso o ser un besugo, trate de comprender nuestra añoranza. Respétenos. Cada cual tiene derecho a su pequeña porción de melancolía. Nosotros nos instalamos en ella ratos, porque los tebeos viejunos (y la infancia soñada) siguen siendo un refugio para muchos. ¡Agur!
[1] Antoni Guiral: Cuando los cómics se llamaban tebeos. La Escuela Bruguera (1945-1963). Ediciones El Jueves. Barcelona, 2004.