El doctor Lemon ha sido asesinado, pero a ninguno de los ocupantes de la casa le importa un pimiento. Sentado en la terraza y con una cuerda entre las manos, el marqués de Marina trenza y destrenza nudos de barrilete añorando su yate embargado. En el salón, la profesora Rubio, a pesar de su reputada mente científica, enciende un candelabro y se entrega a su oculta pasión, la ouija. El doctor Mandarino juguetea en el despacho con una pistola de plástico, útil artefacto para entretener a los niños que visitan su consulta mientras él prepara la pertinente inyección. La fiel sirvienta, la señora Prado, blande una llave inglesa en el garaje, feliz de poder dedicar un rato al bricolaje, su verdadera vocación. El orondo señor Pizarro se ha colado en la cocina y, manejando con habilidad un puñal abreostras, se deleita con un piscolabis. Por último, en el dormitorio, la señorita Amapola se tumba en la cama con una porra en la mano, segura de no necesitar a ningún hombre nunca más.