Claudina, náufraga en el Turó de la Peira

La termita y la palabra

 

Han descubierto agua salada en Marte, pero a doscientos veinticinco millones de kilómetros, nadie sabe por qué, doña Claudina no ha salido a pasear.

Claudina vive sola en un geriátrico municipal del barrio. Su hija, arquitecta; su hijo, notario, tienen mucho trabajo y sendas reputaciones enmoquetadas que cuidar. Pero van a verla, cada fin de mes, y le llevan flores que ella ya no aprecia porque perdió el olfato (también la luz) de tanto llorar.

Claudina habla por los codos cuando habla y da razones de un mundo otro que ha dejado de orbitar y te coge la mano y en su dorso enciende el último fósforo de la cerillera que va a morir de frío en un soportal. Y antes de morir, con la pupila en llamas, te cuenta que Mireia, la hija del notario, estudia medicina en la universidad; que es una joven guapa, lista y muy tierna que lleva a los niños, eso dice Claudina, de aquí para allá. O te explica la historia de su nieto Fernando, un muchacho de apenas diecinueve, que se ha ido a Londres a estudiar inglés y esa mandanga que ahora está tan de moda y no sabe nombrar. Fernando, hermano de Mireia, tiene una novia rubia que habla una lengua extraña porque la moza es sueca y en Suecia, fíjate tú, no saben hablar.

Claudina sonríe cuando evoca a sus nietos tan libres y formales y se entelan sus ojos cuando, al vencer la tarde, besa sus fotos en la habitación. Sorbiendo la cena, sola frente al eucalipto, Claudina recuerda la última vez que los vio y espera la llegada de otro fin de mes para estar con su hija, para estar con su hijo y comer con ellos en un restaurante suburbial.

Claudina no ha visto dónde vive el notario, ni dónde la arquitecta. Y no sabe que ambos dijeron adiós a su vida formal. Ella con Mauricio, ese abogado ufano con cara de chorlito que le gritaba «¡Claudi!» y la miraba mal; él con Isabela, esa economista boba que al mes siguiente de conocer a su hijo, la apartó de su lado, la ingresó en «Bonavida» y la llamó «mamá».

Claudina no ha salido a pasear. Una ambulancia fúnebre ha ido a recogerla. Al parecer, había quedado a ciegas (sin saberlo nadie) con Luciano. Un minero guapo que la arrancó de Asturias (hace sesenta años) como un mineral.

Luciano, su Luciano, también le regalaba flores. Como su hija arquitecto y su hijo notario. Los dos hijos que Luciano no conoció en persona, aunque sí en el vientre, cinco meses antes de la explosión de gas.

Luciano se fue en febrero del ochenta y cuatro. Nunca fue a Londres. Nunca viajó en avión. Claudina tampoco, pero veía el Támesis en una postal que, una vez al año, Fernando le escribía. En esa inmensidad se abrazaba a Luciano, a la fatua Mireia, a su hija e hijo, a las flores de plástico que le daban al verla, antes de comer.

Y rodaba una lágrima pequeña y salada como el mar de Marte que han descubierto hoy a doscientos veinticinco millones de kilómetros. Dios mío, qué distancia.

Así somos los hombres. Viajamos al espacio y olvidamos viajar debajo de la piel.


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