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El encuentro con Elisabeth, la voz del navegador del coche de alquiler, fue muy feliz.
Recordando viajes anteriores, en los que forzaba a mi copiloto a mantener abierto un mapa para que, llegado el caso, me dijera por cuál salida de la rotonda en la que me había introducido debía optar para ir bien a mi destino o, más aún, recordando mi mareo y casi estallido craneal al iniciar la quinta vuelta en redondo a la maldita rotonda, leyendo uno tras otro los nombres que aparecían en los indicadores de cada una, sin recibir más respuesta que un cada vez más acalorado “¡No lo sé, no lo sé!”, oír a la serena, más que precisa, Elisabeth cumpliendo su cometido, fue todo un bálsamo.
Cuando nos acercábamos a un punto que requería una decisión, anunciaba la que se debía acometer con la suficiente antelación, mientras que, una vez ya entrados en harina, con una frase más corta, pero sin dejar de lado su amabilidad (el “please” estaba siempre asegurado), te recordaba la operación a realizar en el momento adecuado. Una delicia, que evitaba toda una sucesión de enojosos problemas.
Pero no todo se desarrolló tan placenteramente. Ya se sabe que la convivencia que supone un viaje de estas características puede abrir profundas fisuras. De forma que nos resultó al principio sorprendente, descubrimos en Elisabeth ciertos comportamientos extraños, que nos hicieron abrigar sospechas. Relataré únicamente un par de ellos.
El primero se dio cuando habíamos iniciado el ascenso por la carretera occidental del Lago Maggiore. Nos detuvimos en Arona para dar un paseo y, al regresar al coche con la intención de seguir aguas arriba la ruta, fue Elisabeth y nos dirigió hacia la montaña, para dar un gran rodeo. Cuando intenté rectificar la marcha, nos asustó diciendo que la carretera que escogíamos estaba afectada por unos trabajos y cortada totalmente, que desistiéramos ya o luego sería difícil rectificar.
En ese primer embate, temerosos de meternos en un buen lío, tras un par de intentos ya no tan bien recibidos por ella, que pasó a ahorrarse el “please”, indicándonos taxativamente lo que debíamos hacer si no queríamos sufrir una serie de terribles consecuencias, le hicimos caso, pero no acabamos de creerla. Tanto es así que, al día siguiente, dispuestos a probar el regreso por la costa de Stresa a Arona, desoímos sus sugerencias de actuación una y otra vez.
¡Cómo se puso! Iba insistiendo casi de malas formas, pero nos mantuvimos firmes, junto al lago… y llegamos sin problema a destino.
Posteriormente se hizo la olvidadiza, y continuó guiándonos a nuestro destino como si no hubiera pasado nada, pero notamos en su voz una cierta tensión. Nuestras relaciones ya no fueron nunca más, pese a las apariencias, las mismas.
El segundo comportamiento a nuestro entender aberrante de Elisabeth que quiero referenciar aquí tuvo lugar cuando, ya para despedirnos de las iglesias románicas piamontesas, le pedimos que nos dirigiera a la Chiesa di San Secondo, en Magnano.
Nos llevó por una sucesión de carreteritas. Llegando a un pueblo, vimos una indicación hecha a mano que señalaba el camino a una “Iglesia románica”, pero como Elisabeth hizo caso omiso del letrero, supusimos que debía tratarse de otra iglesia románica de la zona.
La carreterita, al entrar en el pueblo, se hizo aún más estrecha, forzando incluso algún pitido de esos que dan los coches modernos —el nuestro de alquiler lo era— al tener próximo algún obstáculo, para evitar el choque. Entre casas, la carreterita se abría a una pequeña plaza que supusimos sería la de la iglesia cuando Elisabeth, categórica, nos dijo:
—Hemos llegado. El destino se encuentra a mano izquierda.
Pero ahí no había iglesia alguna. Decidimos entonces dar una vuelta con el coche por los alrededores, por aquello del error de geolocalización que dicen tienen todos estos sistemas. Fue difícil —cada esquina, si podía superarse, ofrecía un riesgo alto de rayado en el chasis, que las compañías de alquiler se cobran con amplitud— e infructuoso.
Decidimos entonces olvidarnos de Elisabeth y dirigirnos a la iglesia románica que habíamos visto indicada en las afueras, antes de entrar en Magnano. Elisabeth se mantuvo callada, sin darnos explicación alguna sobre su comportamiento.
Todo eso me dejo sorprendido, y lo fui rumiando.
Pasado el viaje, un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro: ¡No habíamos estado donde creíamos haber estado! Elisabeth nos había llevado a otro Piamonte de su preferencia. ¡Vete a saber cuál!
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