Sus ojos son bellos, deslumbrantes, expresivos; parecen destilar una magia indefinida, puede que por su color, indeterminado, extraño, infrecuente. No sé si tiene sentido hablar de un color que no exista en nuestro mundo; quizás no sea un solo color, sino una mezcla de muchos colores, como si sus pupilas fueran prismas de un cristal que reflejara sentimientos indescriptibles y sensaciones atropelladas, como un arcoíris inexpresable, diferente, ambiguo, como si buscara sus colores sin encontrarlos.
Su boca es carnosa y sensual, pequeña y con un perfil que la dibuja perfectamente. Se abre y se cierra emitiendo voces sin sonidos, palabras sordas y apagadas que no alcanzan ningún sitio, pero que recibo comprendiendo su significado.
Noto calladamente cómo me habla, y sé que me está hablando aunque no escuche ni el más leve murmullo brotar de su garganta. Solo siento en mi cerebro una imprecisa vibración, un movimiento que me significa deseo y me hace creerme deseado.
No comprendo por qué, pero su aspecto se me antoja paradójico.
Su rostro ofrece una extraña mezcla de agresividad silenciosa y oculta y de ternura y delicadeza aparentes. Sus rasgos difuminados, casi orientales, y el fino pelo negro que se revuelve fundiéndose con su cuello, largo y delgado, hacen de su cara una veladura misteriosa que me provoca una sensación confusa y exánime.
Pese a su belleza, notoriamente seductora, y a su cuerpo desnudo que se me ofrece con aparente simplicidad y sin prólogos, no descubro en mí ninguna atracción por ella, quizás porque no entiendo su existencia, una existencia desconocida que ha aparecido abrazada a mi cuerpo. Y noto su cuerpo frío y distante, alejado de esa proximidad, tan cercana que nuestros alientos se confunden en uno solo.
Su contacto es tan real como el de las revueltas sábanas de la cama o como el de mi propia mano tocando mi cara. Realmente puedo sentir la suave piel de sus pechos y la presión de su cuerpo dando calor al mío; puedo notar el vello de mi piel erizándose con su roce y la humedad de sus labios que se desliza entre sus piernas mojándome la rodilla. Puedo sentir su peso sobre el mío, aunque marcado por una desconcertante gelidez.
Quizás esté soñando y ella sea el reflejo de un deseo insatisfecho, la imagen fantaseada de una mujer que yo escondo censurando una realidad.
Pero no; realmente estoy despierto y sé que es real la fricción que esconde mi sexo en su cuerpo, y sé que no es un sueño el estado de atónita excitación que me está sobrecogiendo.
Me coge una mano y la acerca a sus labios. Acaricia los nudillos con sus dientes y la abre y cierra de mil maneras. Juega con su lengua entre los dedos y lame y besa sensualmente la palma, mojándome, inundándome la mano de saliva lujuriosa.
Empiezo a darme cuenta de que, con cada beso y con cada caricia, mi mente se está cerrando y oscureciendo, dejándome llevar más fácilmente, como si estuviera drogado, como si perdiera progresivamente mi voluntad.
Se me agolpan muchas sensaciones extrañas, incluso antagónicas, como una paradoja en la que al mismo tiempo me siento impávido ante lo que parece existir solo en mi pensamiento, y muy físico, por las caricias, los besos, las fricciones… Siento que debería notar por todo el cuerpo una mezcla de desprendimiento y de desconcierto y me preocupa descubrirme inanimado ante esta situación que me invade melosamente sin que advierta el dulzor de sus caricias. Unas caricias que no me sacan del estupor de no saber qué me acaricia, de notar que me está llenando un repentino asco que se filtra por todos y cada uno de los poros de mi piel.
Algo de ella me repele, algo que no sé definir con palabras pero que, como un destello, se ha impresionado en mis sentidos. Es algo que no concuerda con mi forma de experimentar el mundo y que, incluso, no cuadra en ningún paisaje de mis sueños…
…Siento que está muerta.
Siento que es un espectro, una ilusión de más allá de mi entendimiento, pero no un fantasma, ni un mal sueño, ni un espejismo. Es real y realmente está muerta; carece del aliento de la vida y su sangre está congelada en sus venas a pesar de esa mentirosa fluidez, de esos mentirosos latidos que me engañan.
Aunque puedo apreciar el brillo y la luz que despide su mirada, los reflejos lívidos de sus ojos; aunque su suave piel me roza y su cuerpo me atenaza y me aprieta libidinosamente; aunque de su garganta muda brotan sonidos sordos de éxtasis y de su boca el calor suave del deseo; aunque me estoy cegando por este reflejo empalagoso que me ocupa por completo, noto que su mente carece de vida, que su cuerpo está fundido y no tiene el resplandor de lo vivo; siento que me está agarrando una muerte que, como si fuera una pesadilla, es real y vívida e intenta profanar la oquedad de mi cerebro, la cordura de mis pensamientos.
Sigue chupándome la mano, restregándome su lengua, mamándome los dedos. Con cada movimiento suyo siento más aversión, pero me veo impelido a dejarme llevar por sus devaneos, por sus correosos besos. Sus movimientos se han hecho los míos y me parece haber olvidado cómo hacer funcionar mis músculos, a pesar de que se pongan en tensión y se exciten con la excitación que me besa, que me moja, que me succiona, que me posee…
¡Que me muerde! Me muerde la palma de la mano y aprieta sus dientes, y duele. Siento un dolor indecible que no sé exteriorizar.
De mi garganta no nace el grito que necesito, y mis reacciones están apagadas, están aletargadas. Mientras observo cómo mana sangre entre mis dedos, cómo sus duros dientes se clavan hundiéndose en la carne, mi cerebro parece estar prisionero de algo que le impide contestar al dolor, al asco, al vómito.
Soy consciente de lo que me está ocurriendo pero no puedo evitarlo ni dejar de ser consciente de ello.
Y el miedo comienza a latir en mi mente. La angustia me llena y al ver mi mano sangrante manchada de putrefacción, como carne comida por la muerte, necesito que despierte en mí la posibilidad de defenderme, de romper esta vejación que me estruja y de liberar mi espíritu y mi cuerpo de esta sensación tan viva de lo muerto que está carcomiendo y trepanando mi juicio, que lo siento perderse como si una marea subiese y ahogara el aire que respiro.
Trato de resistirme a su atracción y la golpeo e intento separarla de mí, pero parece adherida a mi carne, pegada a mi piel. En su rostro no aparecen señales de dolor al recibir mis golpes y su boca continúa ofrendándome la misma sonrisa, afectuosa y lasciva, que tenía cuando la sentí aparecer, cuando comenzó a torturarme con su sexualidad y con su mirada.
Noto sus suaves piernas enroscarse en las mías, sus amables manos deslizándose por mi espalda, sus frágiles dedos acariciando casi imperceptiblemente mi paladar, sus estrechas caderas moviéndose con un ritmo anómalo…
Algo de mí habla constantemente, algo de mí grita por instinto, asustado de lo que me aplasta. Las conjeturas explotan como chispas sin tiempo, como fogonazos perdidos en una existencia tan corta que impide que sean conscientes de sí mismas. Se me agolpan mil pensamientos pero no parece existir ninguna conexión entre unos y otros. Todo resulta incongruente.
Es una locura y me dice que mi mente está alienada, que mis ideas no parecen ideas al estar estrujadas por el miedo, que ya no siento más que como una ceguera sensorial ante lo que aparentemente no tiene ninguna lógica.
Me parece estar preso de una víbora maravillosa, preciosa, que aprieta sus anillos a mi alrededor y muerde mi mano con dientes venenosos que me inoculan el sentimiento de la muerte en la sangre. Unos anillos que me comprimen cada vez más y me estrangulan el aire, el soplo de mi vida, que se debilita lentamente.
Comienzo a llorar por mí, pero me doy cuenta de que las lágrimas solo caen por el interior de la garganta y se evaporan con el terror que hace que me trague lo poco de racional que todo parece tener.
Y, por fin, logro gritar.
Grito, grito y grito.
Grito y descubro que, al gritar, mis oídos comienzan a despertar del silencio y mi cuerpo a liberarse del ofidio que le encadena con su lúbrica piel, escamosa y dulce a la vez. Grito y por fin puedo oír mis gritos…
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Ella desaparece y mi ¿sueño? acaba.
Me desembozo de la pesadilla aún con la sensación del roce de su cuerpo, de estar todavía entre sus brazos, entre sus piernas, introducido completamente en su sexo…
No ha sido un sueño como los demás. Quizás no haya sido un sueño. ¡Qué situación enfermiza! Sobre mí, el peso de una muerte que me ha impedido sentir que era real y ha cercenado mi lógica, pensamiento que necesitaba para entender la realidad que me ha presionado. Quizás hayan sido las palabras las que han creado esta muerte copulativa.
Es como un círculo… entre espejos, pero tan real como el día y la noche, tan real como la vida… y la muerte, que me ha saludado sin palabras.