Confesión

Cartas al director

 

A quien corresponda:

 

¿Quieren una confesión, quieren oír que lo hice, que fui yo el ejecutor, poner así punto final al caso? Pues caso cerrado. Así de sencillo.

Pero no es tan sencillo. Nunca es tan sencillo.

Me pidió que lo hiciera. A su manera, ya me entienden. Yo sabía leer sus ojos, medir sus silencios, acompañarlo en sus pausas cuando se quedaba sin resuello en las cuestas del parque, junto al lago próximo a nuestro domicilio. Siempre fuimos uña y carne. También vale para este caso, para nuestra relación. Sí, ya sé que hablar en este caso de relación puede sonar raro, extraño; es un concepto que para ustedes probablemente tiene la forma de una nave espacial que no encuentra lugar para aterrizar y queda ahí flotando, perdida vagamente en el cosmos, como una abstracción. Pero era la nuestra una relación sincera, créanme. Piensen en una amistad que se va forjando con los años, en concreto doce. No es una vida, pero es una parte importante de una vida. La mía y la suya.

Vale que hubiera podido vivir más, pero yo les preguntaría a ustedes, les pregunto, ¿qué es vivir? ¿sumar días clónicos, envejecer lentamente, vivir la muerte hasta que te hace pedazos? Esto último no lo quería para él. Y por sus propios medios y seguramente también miedos, él solo, no podía poner término a su vida. Necesitaba mi ayuda y yo se la ofrecí.

Les concedo que quizás una escopeta no fuese la herramienta más adecuada, no lo sé, pero sí que sé que todo fue rápido e indoloro.  Yo quería a Lenin.

Les confieso que su último ladrido fue un sentido gracias.

 

Francisco H. González