Se me ha perdido una mujer. Estoy haciendo recuento de las mujeres que contengo y me falta una. No la encuentro. ¿La perdería dando paseos por los pasillos del hospital para aliviar los azotes de las contracciones? No creo. Al menos no la primera vez. Después de eso, la vi zarandeándose el mundo con la chiquilla asida a la cadera. Allí no pudo ser.
¿La perdería cuando cobré mi sexta nómina consecutiva? ¿Quizá cuando compré mi primer sofá? No, allí tampoco. La recuerdo perdida y sola, mochila a la espalda, por el desierto de Túnez, financiándose la aventura con aquel dinero. La envidio cuando la pienso comiéndose a besos a ese polaco, diez años menor que ella, en aquel sofá. No fue entonces, no.
Creo que la perdí cuando empecé a vivir las cosas del día a día. Sin darme cuenta. Sin avisar. Sin advertir que cada paso, cada afecto, cada automático e involuntario pestañeo, solo me daban para vivir como se vive cuando se está franca y biológicamente viva. Anestesiada. Lo siento. La empaqueté en alguna de las mudanzas del ser (para seguir absurdamente siendo), junto al resto de todas mis primeras veces, a los cuando termine esto ya si eso; junto a los poemas dadaístas y a los anda que no estás loca. La precinté y dejé que se apolillara su sonrisa. Lo siento.
La echo de menos. Tan joven, tan imprudente, tan Ella. Tan de tanto reír. Tan de llorar a conciencia abierta, como llora el Nilo por la represa de Asuán…
Mejor la borro del recuento. Sí. Mejor la borro, porque si la busco y la encuentro, ni la anestesia ni los afectos serían capaces de dominar mis ganas de vida viva; ni las cosas del día a día ni el pestañeo, de sujetar mis brazos voraces despedazando, a jirones, los cartones que retienen su cuerpo olvidado, para que escape de mí y vuelva.
Para que escape de mí y yo me la devuelva.
Anae Vae